Como en tiempos de Platón
Por Cristián Warnken
Vivimos tiempos de crisis.
La democracia —tal como fue pensada y construida—, una de las grandes conquistas de la civilización, muestra hoy su extrema fragilidad y vulnerabilidad. Los políticos parecen desorientados, a merced de la presión inusitada de las redes sociales, de la nueva “Mátrix/Ágora”. Esta se ha convertido en un espacio de deliberación y discusión más relevante que el Parlamento. Populismos de derecha e izquierda, las Escilas y Caribdis de este tiempo, ponen en riesgo la frágil nave en la que vamos. Es muy fácil descorazonarse en un escenario así, o directamente deprimirse.
Me he acordado en estos días de Platón, el filósofo griego que nació cuando Pericles moría. En su infancia y juventud, le tocó ser testigo del derrumbe de Atenas. Platón, desde muy joven, tuvo vocación política, pero la decepción ante los políticos lo llevó a tomar la radical decisión de abandonar la política y dedicarse a la filosofía. En medio del florecimiento de la oligarquía, muchos recordaban con nostalgia la democracia, y Platón se entusiasmó con su restauración, pero esa misma democracia fue la que procesó a Sócrates, el maestro lúcido que se enfrentó y desmontó los prejuicios e ideas hechas de la “opinión pública”, lo que le valió el odio de muchos políticos y magistrados y sofistas. Sócrates desnudó la ignorancia, fuente de todo mal, ayer y en nuestros días. Esta profunda decepción llevará a Platón a decir: “Llegué a la conclusión de que los Estados actuales están todos políticamente mal gobernados (…) la humanidad no quedará liberada de sus desventuras hasta tanto los verdaderos filósofos lleguen a gobernar el Estado (…)”.
Tal vez sea una utopía antidemocrática pensar en un Estado gobernado por los filósofos, pero sí es posible afirmar cuán catastrófica puede ser la ausencia de pensar y reflexión seria en el debate público. Y el pensar, para Platón, no es un soliloquio, la actividad solitaria de un filósofo sentado en su biblioteca. Toda la filosofía, en Platón, se da a través del diálogo, muchos de ellos en caminatas que Sócrates hacía a pie descalzo. Y lo primero que uno aprende de los diálogos platónicos es que la condición primera del diálogo es el saber escuchar. Quien dialoga debe estar dispuesto a dejarse cambiar por la opinión de otro y no creerse dueño de la verdad. Filebo le dice a Sócrates: “Este es mi parecer y no he de apartarme de él”. Sócrates le replica: “Por lo menos aquí y ahora no vamos a empeñarnos en que triunfe mi tesis o la tuya, sino que debemos aliarnos los dos con lo que se nos presente como lo más verdadero”. ¡Qué lección magistral de lo que es la verdad, algo que se construye de a dos, no como imposición por el que vocifere más! “La verdad comienza a dúo”, dirá más tarde Nietzsche.
Hay una diferencia de grado entre el “polemizar”, que consiste en imponerse a través de formas efectistas en la discusión (y muchas veces destruir o “matar” al interlocutor), y el diálogo, que es un hablar atento a la verdad. El lenguaje no es un instrumento para engañarse recíprocamente, un recurso para la lucha, sino para el entendimiento y la comunicación. Una condición del diálogo son los buenos modales, una urbanidad y ausencia de resentimiento que encarnó como nadie Sócrates. ¡Qué lejos estamos de ello! Tal vez una de las tareas más urgentes sea volver a cultivar el pensamiento a través del diálogo, tal como lo entendió Platón. Algo que debiera enseñarse y cultivarse en los colegios, universidades y en la calle, que fue el lugar donde Sócrates ejerció su magisterio. Si no lo hacemos, los sofistas —y no los filósofos— son los que terminarán gobernando el Estado: la antiutopía platónica.