El paradigma de la victimización
Aunque ha fracasado en todas partes donde se lo ha implementado, el socialismo se resiste a desaparecer, transformándose y presentándose bajo ropajes nuevos. Su resiliencia se explica, entre otras razones, porque apela a y se nutre de una reacción psicológica bastante universal: la auto-victimización. Es decir, la identificación de otro (u otros) como principal responsable de los fracasos, frustraciones o desengaños propios. Es una forma de negación que busca proteger al ego reforzando la autoestima. Identificarse como víctima permite no asumir las propias responsabilidades, una actitud típicamente adolescente pero lamentablemente cada vez más común en los adultos.
Esto de ninguna manera significa que no existan las verdaderas víctimas o que seamos indiferentes a sus padecimientos. Basta mencionar algunos ejemplos muy actuales como los rohingyas de Myanmar, los niños abusados sexualmente y las mujeres que son privadas de sus derechos en muchas partes del mundo. El problema surge cuando la victimización es alentada por motivos espurios por políticos oportunistas para socavar la democracia.
Este tipo de victimización promueve y se alimenta del narcisismo colectivo maligno, un concepto que introdujo Freud y que luego desarrolló Erich Fromm en su libro “El Corazón del Hombre”. Quien lo padece está convencido de que el grupo al que pertenece (definido por su nacionalidad, etnia, religión o género y no por haber alcanzado algún mérito gracias a su trabajo, dedicación y/o esfuerzo) tiene un estatus especial o superior y merece reconocimiento, derechos y consideraciones especiales por parte de quienes no pertenecen a él. Cuando no obtiene ni lo uno ni lo otro, reacciona de manera agresiva. Tanto a nivel individual como colectivo, en su versión maligna, el narcisismo es una de las tendencias más destructivas del ser humano.
Del narcisismo frustrado a la victimización hay un solo paso. Para el narcisista todo lo bueno que ocurre en su vida es gracias a sí mismo y lo malo culpa de otro. Lamentablemente, en todas las épocas y en cualquier orden social, para gran parte de la humanidad, lo segundo predomina sobre lo primero. De ahí que sea tan fuerte la tentación del victimismo, tanto a nivel individual como colectivo. Hoy parece haber adquirido características de epidemia en ambas dimensiones.
El narcisismo colectivo maligno y la victimización han sido ingredientes esenciales de todas las variantes del populismo, tanto de derecha como de izquierda. Según Hitler, el pueblo alemán había sido víctima de una gran conspiración orquestada por los judíos. Perón sostenía que el pueblo argentino –el “mejor del mundo”– había sido “esclavizado” por la oligarquía y el imperialismo. Trump sostiene que el pueblo norteamericano es víctima de la globalización (sistema impuesto y sostenido por el propio gobierno norteamericano después de 1945).
El “paradigma de la victimización” también ha sido utilizado por el populismo de izquierda para articular una variedad de críticas contra la democracia liberal capitalista y globalizada. Como explicó Ernesto Laclau, su principal ideólogo, el reduccionismo marxista no sirve como teoría ni como estrategia política. Lo que caracteriza a las demandas insatisfechas en la democracia liberal es su heterogeneidad. No hay una gran mayoría insatisfecha sino una variedad de minorías insatisfechas cuyas demandas no tienen posibilidades de éxito electoral a menos que se agrupen bajo un común denominador. A este proceso Laclau lo denomina “lógica de la equivalencia” (similar a la “interseccionalidad” del etno-feminismo radical).
Por eso según Laclau, las luchas contra “el sexismo, el racismo, la discriminación sexual, y en defensa del medio ambiente necesitan ser articuladas con las de los trabajadores en un nuevo proyecto hegemónico de la izquierda”. Es decir, hay que generalizar el paradigma de la victimización y “radicalizar” la democracia. Así supuestamente llegaríamos al nirvana en el que todos los oprimidos (¿quién no tiene algún reclamo?) alcanzaríamos la plena satisfacción. Sino fuera porque mucha gente cree en esta quimera, sería cómico. Pero resultó trágico, ya que, como reacción a este proyecto de la izquierda posmarxista, surgió en Estados Unidos y Europa el populismo de derecha, que pretende reimponer un pasado idealizado de manos del racismo, el proteccionismo y la intolerancia.
Esto no significa que ciertos reclamos como la lucha por la igualdad de derechos de la mujer no sean legítimos. Pero fue justamente gracias a la democracia liberal que estos derechos fueron reconocidos. ¿O acaso se respetaban las tan reclamadas cuotas de género en el politburó de la Unión Soviética o el de la China maoísta? Y actualmente en Cuba sólo cuatro de los 17 miembros del Comité Central del Partido Comunista son mujeres.
La realidad es que en ninguna de sus variantes ideológicas el populismo ofrece soluciones, sino utopías, en cuyo nombre desde tiempo inmemorial se han cometido los más graves crímenes de la humanidad. La solución de los problemas inevitables que generan los cambios estructurales (como la revolución tecnológica y la globalización) no pasa por el racismo, el proteccionismo, la intolerancia o la falsa “radicalización” de la democracia. Requiere políticas públicas inteligentes que resuelvan los problemas de fondo de manera sustentable. Los recursos son siempre escasos y las necesidades ilimitadas.
La democracia liberal y la economía de mercado han probado ser (hasta ahora al menos) el mejor mecanismo de organización social inventado por el ser humano para conciliar tres objetivos fundamentales: el progreso, la igualdad de oportunidades y la libertad individual. Cuando ocurren cambios estructurales, estos objetivos pueden entrar en conflicto. Es entonces cuando el populismo resulta tentador. Pero se trata de una falsa ilusión que a la larga lleva al estancamiento, la desigualdad y el autoritarismo.