Diferencia entre revisiones de «El impacto de la consultoría en la empresa moderna»

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Revisión del 17:56 10 jun 2024

¿Por qué las consultoras han pasado de ser un instrumento para ayudar a las organizaciones a suponer una debilidad para las empresas, las ONGs, el gobierno y las instituciones? ¿Cuándo y por qué la consultoría, una industria que hoy roza el billón de dólares, ha pasado de ser un recurso a ser la principal enfermedad de nuestra economía?

En su libro Il grande Inbroglio, las economistas Mariana Mazzucato y Rosie Collington, plantean que del análisis de la industria de la consultoría surge un cuadro oscuro de la situación actual: “todos esos contratos con sociedades de consultoría, que interpretan los más variados roles, debilitan a las empresas, infantilizan al sector público y distorsionan la economía”.

Para entender los postulados del libro, es necesario realizar una muy larga premisa.

Las crisis medioambientales, financieras y militares de este comienzo de milenio corren el riesgo de hacernos subestimar u olvidar una triple crisis no menos grave: la de la fe, los grandes relatos y la crisis de la generación actual. Un mundo que no espera el paraíso, sin relatos colectivos y sin hijos, ya no encuentra sentido suficiente para vivir y, por lo tanto, para trabajar.

¿Por qué trabajar, si ya no espero una tierra prometida (por encima o por debajo del cielo), si nadie espera de mi trabajo un presente y un futuro mejores?

El mundo del trabajo nunca ha creado ni agotado el sentido del trabajo.        Ayer fueron la familia, las ideologías y la religión las que daban al trabajo su primer sentido. La fábrica, el campo o la oficina reforzaban ese sentido que, sin embargo, nacía fuera. El trabajo es grande, pero para ser visto en su grandeza hay que mirarlo desde fuera, desde una puerta que se abre al exterior. Sin ese espacio amplio, la sala de trabajo es demasiado estrecha, su techo demasiado bajo para que ese animal enfermo de infinitud que es el homo sapiens pueda permanecer mucho tiempo allí sin asfixiarse.

La economía registra un creciente malestar laboral, pero, ¿cuándo comprenderemos que este malestar laboral es primero un malestar existencial generado por esta triple carencia?

Se esperaba que el "superhombre", necesario para vivir en un mundo sin Dios, surgido de la “nueva religión capitalista”, fuera el homo economicus,. Pero hoy sabemos que esa nada infinita está devorando a la propia economía.

La consultoría es el último intento que el mercado está haciendo para resistir al viento de la vanitas (Eclesiastés 1,2: Vanitas vanitatum omnia vanitas                “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”). Porque en la línea del horizonte de la tierra sin dioses no ha aparecido ningún superhombre: en su lugar hemos visto a un hombre cada vez más frágil y solitario. Sufriente y oculto por la divertida máscara del hedonismo.

La transformación de la cultura empresarial

Estamos dentro de una gran transformación de la cultura de la empresa que comenzó en la última parte del siglo XX y que hoy vive una época de gran desarrollo y consenso generalizado.

La lógica de la gran empresa ha adquirido en la vida civil el primer puesto, ocupado el siglo pasado por la democracia.                                                        A la pregunta: “¿quieres hacer algo bueno en la sociedad?”, ayer se respondía: “crea democracia y por tanto participación, reduce las desigualdades, incluye al mayor número posible de personas”. En base a esta respuesta imaginamos y después construimos el estado del bienestar del siglo XX, los derechos humanos y sociales, la escuela pública, la sanidad universal, las pensiones y la imposición progresiva.

Con el cambio de milenio, a esa misma pregunta hoy se responde: “si quieres hacer algo bueno aprende de las empresas, allí es donde se encuentra la excelencia, allí se hacen las cosas importantes”. De este modo, las grandes empresas con ánimo de lucro han sido objeto de una auténtica metamorfosis simbólica y cultural. En el pasado eran el símbolo por excelencia de la explotación, la desigualdad y la alienación, pero sin darnos cuenta, en solo medio siglo se han convertido en la representación perfecta del nuevo mundo: un icono de excelencia, de bienestar, del reino del mérito y de su nueva justicia, e incluso de la felicidad y del florecimiento humano. Un nuevo mundo religioso edificado sobe los dogmas de la meritocracia, el liderazgo y los incentivos, y, en cuanto tal, imitado e importado a todos los ámbitos de lo social, hasta incluir recientemente el mundo de las organizaciones sin fines de lucro e incluso el de las comunidades espirituales.

Y así la gran empresa, de centro del conflicto social, de lugar donde acudir para entender las injusticias del capitalismo, ha dejado su crisálida en el viejo milenio y se ha convertido en una hermosa mariposa civil y ética que todas las demás instituciones, desde la escuela hasta la política, quieren y deben imitar, con un inédito éxito en el ámbito de las organizaciones sociales, las Iglesias y las comunidades y los movimientos espirituales, donde ya no es posible realizar una asamblea sin la presencia de los profesionales de la consultoría empresarial.

Pero como pasa en todos los grandes procesos sociales, es precisamente en el momento de mayor éxito que en este nuevo humanismo empresarial empiezan a verse los signos de la decadencia, las primeras grietas que amenazan y presagian el posible derrumbe de todo el edificio.

La era de la fragilidad

Empecemos por una palabra que parece muy alejada del mundo de la empresa: fragilidad.

Las generaciones anteriores supieron transmitirnos la capacidad de hacer frente a las dificultades de la existencia y, a pesar de muchas contradicciones, crearon en las personas un capital interior hecho de religión, de sabiduría y de piedad popular y, luego, de los valores de las grandes ideologías de masa que también eran relatos colectivos sobre el sentido de la vida, del dolor y de la muerte. Y ello porque las culturas de ayer eran humanismos de la imperfección, por eso ponían en el centro la limitación, el cansancio, lo incompleto y el sacrificio.

La felicidad se vivía como un breve intervalo entre dos largas infelicidades.     La vida era dura, pobre, breve, y el arte de formar el carácter consistía en hacer de esa vida dura una vida posible y sostenible, quizá un poco mejor para los hijos, sin engañarnos a nosotros mismos en que sería demasiado mejor.

En el mundo de nuestros abuelos, a nadie se le ocurriría educar a los jóvenes en la cultura del éxito, animándolos a convertirse en "triunfadores", porque todos sabían que era el camino perfecto para llevar una vida frustrada. El partido de la vida acababa bien si por lo menos terminaba en empate, con una eterna estrategia defensiva.

Con el cambio de milenio, pasamos rápidamente del humanismo de la imperfección al de la búsqueda de la felicidad y del éxito. "¡Ay de los perdedores e infelices!" se convirtió en el lema.

El fin de las grandes ideologías en occidente y el debilitamiento de la religión han provocado grandes cambios antropológicos. Se fue un mundo moral, y su lugar vacante no ha sido ocupado por ninguno otro nuevo e igual de robusto. Rápida y progresivamente hemos olvidado el antiguo oficio de vivir y el esfuerzo de la democracia, y nos hemos enamorado, en cambio, de la meritocracia.

Y cuando la realidad hace que nos encontremos, también hoy, con la limitación, las fallas y el fracaso, que no desaparecieron porque hayamos decidido no verlas más; tanto los jóvenes como ahora también los adultos, se ven privados de las antiguas virtudes colocadas entre los viejos hierros de la sociedad, guardadas en el armario polvoriento junto al sombrero del abuelo y el molinillo de granos de café.

Esta indigencia de equipamiento ético se manifiesta en todas las esferas de la vida social -familia, política, escuela-, pero todavía no se percibe en toda su gravedad: lo será pronto, cuando esta insostenibilidad relacional y emocional se haga evidente.                                                                                              

Sin embargo, cuando esta fragilidad llegó a la gran empresa, alcanzó y superó un umbral crítico, empezó algo nuevo. Porque en nuestro mundo líquido, la empresa sigue siendo algo sólido que vive gracias a la acción colectiva, y por tanto necesita trabajadores capaces de virtudes cooperativas que permitan llevar a cabo operaciones complejas que se desarrollan en medio de conflictos, dificultades, frustraciones y fracasos, donde todas las emociones entran en juego y requieren una educación específica y un mantenimiento para hacer posible y sostenible la buena vida en común.

La evolución del management en la empresa moderna

A lo largo de la historia, las empresas nunca se habían preocupado por la formación del carácter de los trabajadores ni por sus virtudes cooperativas, solo se limitaban a la formación profesional y técnica. Las personas cruzaban las puertas de la fábrica ya equipadas con el capital relacional que les permitía cooperar con los demás, un arte que habían aprendido y reaprendido todos los días en la familia, en el pueblo, en las vendimias, en las cosechas, en las matanzas de cerdos, en las procesiones, en los funerales, en las bodas y en las fiestas patronales. De hecho, las empresas del siglo XX crecieron gracias al capital espiritual y ético de su gente, y la crisis de ese universo moral se convirtió inmediatamente en una crisis del universo productivo.

Las empresas, los negocios, anticipan el futuro, pueden ver más allá -especular también significa esto-. Y así, cuando el clima moral cambió, el primer lugar que advirtió la crisis fue la empresa, en particular la empresa grande y global, que inmediatamente trató de responder.

La primera respuesta fue la evolución del viejo management.                                 La primera forma que adquirió la cultura de la “nueva” empresa fue el management moderno, que a su vez ocupó el puesto de la “vieja” dirección empresarial -aunque sin sustituir del todo al viejo empresario-, sino trabajando con y para él. En realidad, el management científico fue una innovación que se remonta a las grandes fábricas manufactureras de la primera mitad del siglo XX (no es casual que se hable de “fordismo” y “taylorismo”). Durante más de medio siglo la ciencia del management era cosa de ingenieros (no de economistas) y se aplicaba sobre todo a la gran industria.

No fue hasta los años 1980 y 1990, cuando el management científico se extendió desde la fábrica al resto de organizaciones, entre otras cosas, por el paso del fordismo al postfordismo (con el final del milenio, en muchas regiones avanzadas del mundo se impuso el nuevo modelo, pero en todo lo relacionado con la gestión de las relaciones laborales y de gobernanza continuó vigente el modelo anterior). De esta forma, los instrumentos y las técnicas de la dirección se convirtieron en una cultura universal, que salió de la fábrica para entrar en toda la sociedad. El directivo ocupó, por una parte, el lugar del empresario, y por otra, la del viejo jefe o dirigente público.

Sin embargo, en la etapa de mayor éxito del management moderno ocurrió algo verdaderamente nuevo. Hizo explosión la sociedad líquida, que entró por vez primera en las empresas. Con trabajadores líquidos, y por tanto frágiles e inseguros, ambos estilos de management dejaron de funcionar, porque las empresas líquidas también necesitaban de trabajadores ya formados en la ética de las virtudes basadas en la familia y en la comunidad.

En particular, el nuevo directivo seguía teniendo necesidad de la jerarquía, y por tanto, de trabajadores que le atribuyeran un valor y aceptaran ser guiados y “controlados” con los instrumentos del management tradicional – esencialmente incentivos y control –. Fue así que los directivos se encontraron inundados por una enorme petición de atención, de quejas, de conflictos, de crisis relacionales colectivas e individuales, por parte de unos trabajadores que estaban cambiando demasiado profundamente y muy rápido.

A su vez, los directivos no tenían, casi nunca, lugares más “altos” donde descargar y compensar las tensiones que acumulaban, porque las empresas fueron perdiendo a las familias de empresarios que las habían generado.  La demanda de atención a las relaciones que afectaba a los mandos altos y medianos, quedaba presa de un estilo de gerenciamiento, que, como si fuera un uróboro, devoraba su propia cola, sin que dichos mandos contaran con otros lugares de supervisión donde pudieran dar respuesta a la demanda que venía desde abajo.

Con esta transformación, la fábrica pasó de ser una “comunidad” a un lugar artificial, donde las relaciones humanas comenzaron a estar domesticadas, "reducidas" y operacionalizadas para que pudieran ser fácilmente gestionadas por los nuevos directivos, concebidos ahora como líderes y no ya como dirigentes, y convertidos en los nuevos protagonistas de la gran empresa. Las relaciones humanas comenzaron a simplificarse, pero seguían siendo gestionadas al interior de la empresa a través de un modelo de cogestión dividida entre empresarios y managers.

Esta nueva cultura de las relaciones empresariales funcionó durante las últimas dos décadas del siglo pasado, mientras tanto las empresas sobrevivían gracias a lo que quedaba del capital ético que sus trabajadores habían acumulado en comunidades externas a la empresa, sin llegar a reproducirlo a nivel interno. Hasta que al comienzo del nuevo milenio, con la salida de la última generación hija de la ética del siglo XX, este capital de virtudes civiles ya estaba (casi) agotado. A estas alturas, las empresas tuvieron que volver a innovar y buscar una nueva solución: recrear ellas mismas los recursos humanos que necesitaban.

En este tercer punto de inflexión, el management entiende que el nuevo capital ético necesario sigue estando fuera de la empresa, y que los propios managers experimentan la misma fragilidad que sus trabajadores, aunque difícilmente lo declaren. Van afuera, pero no a los viejos lugares de la vida y de las comunidades – la familia, la iglesia o la política- que para ese entonces estaban en proceso de desertificación o habían emigrado a las redes sociales. Ejecutivos, directivos y managers comprenden que los recursos siguen ahí afuera, pero ahora es el mercado el que los ofrece, un mercado lucrativo que ya se estaba preparando para producir y vender nuevas figuras profesionales, convertidas en los verdaderos nuevos protagonistas de los negocios.

En este contexto de gran cambio es donde hace unos años hizo explosión la consultoría (que ya existía desde hacía décadas, pero con la entrada en el siglo XXI se convirtió en algo distintivo y universal).

Al lado de los directivos y de lo que quedaba de la figura del empresario tradicional en las grandes empresas (muy poco), se formó una pléyade muy variada de consultores. En torno a los directivos comenzó a crecer y desarrollarse un bosque muy biodiverso, formado sobre todo por consultores horneados por las grandes empresas de consultoría, junto con psicólogos del trabajo, managers de la felicidad y del bienestar laboral, filósofos prácticos de la identidad, del sentido, de la misión y del propósito, pero también sacerdotes, monjas y expertos en meditación trascendental para el acompañamiento y la formación en espiritualidad empresarial de las nuevas generaciones (por no hablar de las nuevas figuras de coach y consejeros que se presentan como la profesión del futuro).

El desembarco de la consultoría en el management empresarial

Hace medio siglo eran los empresarios los que dirigían las empresas; hace treinta años eran los directivos, luego vinieron los ejecutivos y, hoy son los consultores, que están sustituyendo a los empresarios, los directivos y los ejecutivos. De esta forma, una empresa de cincuenta empleados se ve poblada por diez, quince o veinte de estas varias figuras de acompañamiento.

En todo este proceso, surge un fenómeno que llama muy especialmente la atención: la infantilización de las empresas, y también de las organizaciones del sector social y público. La nueva clase dirigente está asistida, flanqueada y cada vez más sustituida por figuras auxiliares que se están convirtiendo en verdaderos reyes y reinas. Este fenómeno tiene su raíz en la externalización de las competencias a partir de la progresiva reducción de la autonomía de los mandos medios y altos. De esta forma, empresas y empresarios quedan reducidos a niños sin autonomía que, para cualquier decisión, recurren al exterior buscando seguridades. La infantilización es, por lo tanto, una pérdida de autonomía, responsabilidad y control en las decisiones, que son “subcontratadas” con sujetos terceros que acaban siendo los verdaderos conductores de las instituciones de hoy.

En la actualidad, la presencia de las grandes sociedades de consultoría es también una especie de “certificación” de las relaciones y de la gestión de las emociones, parecida a las antiguas certificaciones de calidad. Al mismo tiempo, los consultores también desempeñan una función psicológica dentro de la organización. La realidad es que, como resultado de esta nueva cultura, se está creando una auténtica adicción a los consultores, a los que recurren empresarios, directivos de organizaciones sociales y funcionarios de gobierno cada vez más inseguros; y después, como ocurre en todas las dependencias, para mantener mañana la misma satisfacción de hoy, tienen que aumentar cada vez más la dosis. Por eso, la consultoría no crece por oferta inducida, sino que es guiada por la demanda, ya que son las empresas (y las instituciones en general) las que – drogadas – lo solicitan cada vez más. Surge así «La oferta solo como una respuesta a la demanda».

Otro tema que llama la atención, es que los directivos, cada vez menos dotados de virtudes esenciales, ya no son capaces de gestionar las emociones y las relaciones de los trabajadores con las herramientas tradicionales:

a) jerarquía,

b) coordinación,

c) incentivos-

Y entonces nuevos proveedores externos las gestionan bajo su mandato. En este sentido, se está produciendo una especie de externalización de las emociones, una subcontratación de agencias externas para la gestión del mantenimiento, cuidado y atención de las relaciones humanas en las empresas que han dejado de considerar a sus trabajadores como un recurso humano, y para pasar valorarlo como talento humano.

La gestión de las emociones se está convirtiendo en algo parecido a la gestión del restaurante de la empresa o de la limpieza. Y cuanto más frágiles son los trabajadores, más crece la demanda de estos servicios relacionales y emocionales: y el PBI también crece. A la certificación de los balances se le agrega una certificación más: la de las relaciones en la empresa que tranquiliza a los dirigentes inseguros. También, por el hecho de que la presencia de profesionales de las relaciones cumple la función de certificar, desde afuera, esta nueva forma de calidad.

¿Por qué si todo evoluciona y todo cambia, esto -se preguntará alguien- debería significar un problema? ¿Por qué motivo se puede contratar el mantenimiento de las instalaciones, y no el de las emociones?

En realidad, hay problemas, y algunos son muy serios.

Un problema importante tiene que ver con la creciente extensión de estos fenómenos por fuera del mundo empresarial. De hecho, si la contratación exterior de la gestión de muchas dimensiones de las relaciones humanas sólo afectara al mundo de las grandes empresas o finanzas capitalistas, seguiría siendo algo importante con sus tipicidades necesarias, pero limitado solamente a esa esfera de la vida.

En la actualidad, este flagelo se está extendiendo también a la política, tanto a nivel nacional como internacional, con el agravante de que en muchos casos, son estos mismos consultores con grandes conflictos de intereses quienes  pertenecen a las mismas empresas de consultoría que, por ejemplo, por una parte asisten a los gobiernos para promover leyes que apuntan a reducir el impacto ambiental y, por otra, ayudan a las empresas a evadirlas para poder aumentarlo.

Como si esto fuera poco, esta externalización del mantenimiento de las relaciones se está extendiendo también a las organizaciones sin ánimo de lucro, a las comunidades y a las iglesias, entre otras cosas, porque las consultoras se perciben como los "médicos" de toda forma de organización humana, como los técnicos idóneos para resolver los nuevos problemas de la sociedad.

Para terminar, un último gran peligro, es el representado por el crecimiento en el capitalismo actual de un poder sin responsabilidad, puesto que los consultores no pueden ni quieren responder de las consecuencias derivadas de sus consejos, que cada vez son más sustitutivos y no subsidiarios de las decisiones de las empresas. De modo que no solo la economía está entrando en crisis, sino que también está sufriendo la democracia

La subsidiariedad de la consultoría

En todo este contexto lleno de preguntas, intrigas y paradojas:

¿Dónde se encuentra, en la relación entre directivos y consultores, la frontera entre acompañamiento y sustitución?¿Y si una relación imperfecta pero interna, fuese más generativa y humana que una menos imperfecta pero externa? ¿Estamos seguros de que las virtudes más importantes pueden ser creadas y cuidadas por el mercado, o tal vez siguen necesitando hoy ese ingrediente esencial llamado gratuidad?

Algunos errores graves en la relación entre las empresas y sus consultores tienen que ver con la subsidiariedad, Ale, va link al documento adjunto el Principio de subsidiariedad una palabra ausente en los cursos de formación de managers en las escuelas de negocios, y que suele estar alejada también de la teoría y la práctica de las varias formas de consultoría.

Subsidiariedad es una palabra anterior a toda buena comunidad y sociedad.

Es esencialmente una indicación del orden y las prioridades de acción cuando se necesita más de una intervención para gestionar un problema y los actores se encuentran a diferentes distancias del problema a resolver. La recomendación del principio de subsidiariedad es en realidad simple: el primero que debe actuar y ser escuchado es el que más cerca está del problema, y todos los demás actores sólo deben intervenir después, para ayudar (en "subsidio") al que está más cerca de la situación a gestionar.

Las aplicaciones más conocidas del principio de subsidiariedad son las políticas (verticales y horizontales), tan conocidas que terminamos olvidando que la subsidiariedad tiene un alcance mucho más amplio.

El origen de la subsidiariedad se encuentra en el pensamiento de Aristóteles y después en Santo Tomás de Aquino. Pero la subsidiariedad se encuentra ya en la Biblia, donde el primero en aplicarla es Dios mismo en sus relaciones con los hombres y mujeres, ya que nos acompaña sin ocupar nuestro lugar, porque, a diferencia de los ídolos, no abusa de su poder sino que lo usa de forma subsidiaria.

Esta subsidiaridad contiene una verdadera y propia gramática y un abecedario.

Su primera raíz es una dimensión cognitiva, se refiere al conocimiento.

El que está dentro de un problema, o el que está más cerca, tiene el derecho-deber de dar el primer paso porque tiene un conocimiento diferente y, en un cierto sentido, superior al que está "fuera" del problema o al menos más distante (la distancia adopta diversas formas). No es el único conocimiento en juego, pero debe ser el primero si tomamos en serio a las personas. Quien está dentro de su propio problema tiene un acceso diferente y necesario a la realidad. Porque la realidad tiene su propia fuerza de verdad, ya que la realidad es superior a la idea, es decir, a la idea que se hace de la realidad aquel que está lejos de ella.  

En educación, el principio de subsidiariedad nos dice que una intervención educativa debe partir de lo que el niño (toda persona) ya es y sabe: la acción que viene de fuera debe ser subsidiaria de la realidad preexistente, porque ninguna persona es tan ignorante que no sepa ya algo, ninguno es tan joven que no sea ya algo antes de formarse. Un buen resumen de esto es la conocida frase de Robert Baden Powell: "Ask the boy": empieza por él si quieres resolver su problema.

Y aquí entendemos cuál es la dimensión ética que está en la raíz de la subsidiariedad: el aprecio por lo que ya se es y no sólo por lo que todavía no se es, un aprecio que es el primer paso de la solución, porque "solo tú puedes hacerlo, pero no puedes hacerlo solo", tal como repite el obispo Giancarlo Bregantini.

¿Qué implica aquí tomarse en serio la subsidiariedad? ¿Qué debe hacer un consultor, es decir, alguien que entra en las relaciones de la empresa y, por tanto, en la gestión de las emociones de las personas?

La primera implicación del principio de subsidiariedad se refiere a eso que tendría que ocurrir antes de llamar al consultor, pero que casi nunca ocurre: la escucha. De ahí la pregunta: ¿hemos preguntado dónde quedan los dolores organizaciones? ¿hemos identificado primero dónde están nuestros recursos clave para solucionarlos? Porque si éstos no se encuentran (y siempre están), falta la materia para cualquier intervención externa exitosa. Pero este paso previo casi nunca se hace.

Después de esta fase, la lógica de la subsidiariedad sugiere al consultor que se tome muy en serio la realidad a la que quiere ayudar, porque es ahí donde se encuentra el principio de la solución. Por lo tanto, debe dedicar mucho tiempo a la dimensión narrativa que es esencial en cualquier proceso de discernimiento (el asesoramiento debe ser esencialmente una ayuda al discernimiento).

Debe ponerse a las personas en una condición en la que puedan contar su vida, sus problemas, sus dudas, sus sueños. Por eso, el consultor tiene que saber perder el tiempo, mucho tiempo, y, antes todavía, debe formarse en la escucha activa, quizá el arte más difícil de aprender y enseñar en esta época dominada por demasiado ruido de fondo.

Escuchar el corazón de las personas debe ser tan profundo que transforme al que habla y al que escucha.

Pero lo más decisivo es escuchar los sueños.

Aquí se necesita una habilidad rara y esencial: saber reconocerlos primero como sueños y luego saber interpretarlos correctamente.

El rol de consultor como intérprete de los sueños

Los sueños necesitan un intérprete que sea él mismo un soñador. Los grandes soñadores, son capaces de interpretar los sueños de los demás porque también ellos sabían soñar. Y así, los errores más típicos del asesoramiento, incluso del que llega a escuchar los sueños de otros, son de dos tipos:

-Los de quienes no reconocen el "género literario" de los sueños y los analizan con las herramientas habituales de los hechos de vigilia; y

-Los de quienes los reconocen como sueños, pero al no ser ellos mismos soñadores, los malinterpretan.

¿Qué significa para un consultor ser un soñador?

El buen consultor debe conocer de antemano el lenguaje de los deseos, de los ideales, de las pasiones, de lo no racional y de lo no económico, de lo que también está llena la vida económica (cuando hablamos de sueños no nos estamos refiriendo a fantasías, sino a la posibilidad de poder percibir en el presente un futuro envisionado).

Debe conocerlos o porque alguna vez los ha experimentado en su propia vida, o porque, en su defecto, los ha estudiado mucho - ésta es también una razón por la que no hay consultores globales para todas las empresas y todos los problemas, porque nadie conoce todos los sueños-. Sin esta competencia y experiencia de los sueños se detienen en la envoltura de los problemas, sólo ven la apariencia y la caja. Un consultor se vuelve excelente cuando es capaz de sacar a la luz los sueños que aún no hemos contado a nadie.

Los intérpretes de sueños en el mundo antiguo eran una profesión en la frontera entre el arte y la ciencia a la que recurrían principalmente los poderosos. Eran vistos como los que ponían orden en un mundo desconocido y amenazador. En los sueños los grandes tomadores de decisiones: faraones, reyes, emperadores, etc. encontraban una visión - nótese que visión es una de las grandes palabras de la consultoría-.

Se entiende entonces que la incompetencia sobre los sueños, que es siempre grave, se vuelve decisiva cuando el asesoramiento entra en las organizaciones del sector privado. Aquí, a menudo, los tan esperados "milagros" no ocurren porque el asesoramiento se detiene demasiado bajo para vislumbrar el cielo, que es el lugar de los sueños más grandes. Y en estas realidades, no comprender los sueños del Propósito organizacional, significa no comprender el corazón de todos los problemas. En este punto, después de todas estas primeras delicadas fases, el asesor puede, sin prisas, ofrecer su necesario subsidio, pero... ¡ni un segundo antes!

El asesoramiento es importante y necesario siempre y cuando se produzca en la secuencia justa de acciones.

Una buena relación de acompañamiento, de hecho, de binaria (A-B) debe convertirse en ternaria (A-B-C), porque la apertura de la relación a un tercero (C) protege al intérprete de convertirse en el dueño de los sueños que interpreta. La necesidad de "un intérprete para el intérprete" nos dice algo importante. La interpretación de los sueños debe ser relacional y ternaria por naturaleza.

El tercero es la posibilidad de castidad del intérprete. Pero para que esta apertura se active, es necesario que el intérprete sienta la "perturbación", porque siente su propia insuficiencia frente al sueño. El mayor peligro es la falta de esta conciencia de insuficiencia: cuando el asesor no experimenta nunca, o deja de experimentar, la necesidad de pedir ayuda a un "ángel" externo, estamos en problemas.

El buen asesoramiento subsidiario es, por lo tanto, una relación abierta a un tercero. Aquí el tercero necesario se convierte en el propio sueño. Este es el fundamento de la supervisión, que hoy en día es obligatoria en muchas formas de asesoramiento, aunque no en todas. Cuando el intérprete no tiene a su vez otro intérprete, la relación tiende a cerrarse en una relación binaria, siempre peligrosa pero muy seria con visiones difíciles, que permanecen selladas porque "dos" no se han convertido en "tres".

El consultor que desde afuera se acerca a la empresa, debe ser muy consciente de que es un "ángel" fuera del sueño. Por lo tanto, debe gastar mucho tiempo y energía para tratar de soñar con los ojos abiertos, para tratar de entrar en esa visión nocturna sin estar ahí. Y luego, después de mucho tiempo y un suave silencio, decir unas palabras como ese ángel consciente de no serlo. Recordar y recordarse cada día, hasta el final, que no es el intérprete de quien realmente se necesita. Es de la conciencia de esta fragilidad que puede nacer su utilidad.

Sin embargo, cuando pasamos de las empresas con fines de lucro a la economía civil y quizá a las comunidades religiosas, para entender “ciertas  y determinadas visiones", esas que no nos dejan dormir durante muchas noches durante muchos años, el intérprete debe, por el contrario, estar adentro. Aquí la única distancia terapéutica buena es cero. Estos intérpretes conocen la visión antes de que se la contemos, porque es también la suya.

En muchas visiones es posible, y tal vez bueno, que el intérprete esté fuera de nuestro sueño, porque la distancia terapéutica suele ser importante; a veces es bueno que el intérprete esté "despierto" mientras nosotros soñamos. Sin embargo, en algunos sueños, el intérprete debe estar dentro de nuestro propio sueño, el “ángel” debe ser alguien que nos conozca íntimamente porque está dentro de la misma experiencia, es un personaje de la visión común.

A veces no podemos descifrar nuestros problemas porque el intérprete está demasiado cerca; otras veces, que a menudo son las cruciales, la explicación de nuestra visión está en casa, pero la buscamos lejos.

Las fases 5 fases del proceso de acompañamiento

De la genética podemos quedarnos con enseñanzas preciosas para la vida de nuestras organizaciones y comunidades y aprender cómo se resuelven verdaderamente los conflictos. La biodiversidad es una ley fundamental de la vida, por lo tanto, también de la vida económica, de la empresa, de la consultoría. Fundamental en todos los ámbitos, la biodiversidad se vuelve verdaderamente decisiva cuando entramos en el mundo del management.  Una premisa.

La ciencia ha descubierto que la especie humana comparte casi todo su material genético (alrededor del 98%) con otros primates superiores, pero el nuestro está organizado de forma diferente. La organización depende de los genes y de cómo se expresan, de las mutaciones, de los "reordenamientos" cromosómicos. Desde esta perspectiva, somos casi iguales a los chimpancés, pero en ese "casi" es donde están muchas de las cosas esenciales para entender lo que es realmente el homo sapiens, para entender por tanto la cultura, el lenguaje, las relaciones, la conciencia, las ideologías, la fe.

El 1 o el 2% en estos fenómenos son números enormes, casi infinitos.

Porque la biodiversidad entre las especies e intra-especies depende sobre todo de cómo las mismas letras del alfabeto (o sea, el ADN) se combinan en palabras (los genes) que junto con los huecos entre una palabra y otra se convierten en frases (los cromosomas) con las que se compone el discurso de cada ser vivo singular, en continua evolución.

La epigenética nos enseña que muchos cambios en los seres vivos se deben a la interacción del genoma con el entorno, que provoca una expresión diferente de los genes del organismo sin cambiar las secuencias de ADN.

Si quienes estudian las organizaciones se limitaran a analizar la secuencia genética organizativa, llegarían a la conclusión de que las organizaciones humanas son (casi) todas iguales. Pero, incluso en este caso, las diferencias que realmente importan no están tanto en la secuencia del ADN, es decir, en los organigramas, en los diagramas de flujo, en las jobs descriptions, en la gobernanza formal, en la subdivisión en unidades, oficinas y tareas. Porque, vistas desde esta perspectiva "genética", las organizaciones son en realidad demasiado parecidas, no vemos la vida, sino sólo sus rastros, no captamos esas diversidades que, en cambio, deberíamos identificar: somos mucho más complejos que nuestro código y nuestro programa genéticos. Se comprende en consecuencia que el primer error a evitar cuando un consultor se acerca a estas realidades, todas iguales y todas diferentes, es obvio: no quedarse sólo en el análisis del ADN, aunque disponga de las herramientas y técnicas más avanzadas, si no quiere confundir humanos con macacos. Los buenos procesos de acompañamiento y ayuda son, por tanto, largos, difíciles y delicados, y se articulan en algunas fases necesarios.

Primera fase: La auscultación

La subsidiariedad organizativa, siempre esencial, es aquí vital. Es necesaria una auscultación profunda de problemas, proyectos y sueños para tratar de descubrir la solución, que casi siempre está ya inscrita en esa historia y en esas personas. Desconfiemos, por lo tanto, de las consultoras que inician esta primera fase -la más delicada- enviando a unos empleados novatos armados de cuestionarios y modelos abstractos que, en una o dos semanas, deberían llegar a un diagnóstico de las cuestiones críticas. Aquí la regla de oro general -para entender un problema hay que escuchar a todas las personas implicadas- es un pasaje vital en todo tipo de organizaciones. Y, en general, la salvación no viene de los grandes y poderosos, sino del "pequeño resto".

De modo que seguir esta lógica significa tomarse muy en serio las palabras de los "pequeños", dedicar tiempo a la información que llega de las periferias organizativas (conserjes, personal de limpieza, mensajeros, los jóvenes, etc).

Segunda fase: Las mutaciones

Las diferencias más importantes entre los organismos suelen deberse a mutaciones generadas por errores en la replicación de las secuencias genéticas.

Si quien se acerca a una organización tiene una idea de "salud" o de normalidad, trata las mutaciones como errores a corregir, para ajustarse al modelo abstracto, e inevitablemente acaba confundiendo la salud con la enfermedad, porque en esos "errores de replicación" se pueden esconder las palabras de esa historia, de esas personas con "vocaciones" diversas. Esto no quiere decir que en las empresas cada error-mutación sea siempre evolutivamente positivo.

Las recesiones también existen aquí, y a veces también son graves, pero hay que saber identificarlas, y no llamar patología a toda variación del paradigma dominante. Porque no hay que olvidar una característica decisiva de la cultura empresarial, inducida generalmente por la gran consultoría: el isomorfismo, o sea, la nivelación de la diversidad y la estandarización de las formas organizativas.

Y como sucede cada vez que se establece un paradigma dominante, las disonancias del paradigma se definen como 'anomalías' y por lo tanto son expulsadas - hasta que las anomalías son demasiadas y el paradigma entra en crisis (T. Kuhn).

Los métodos y los protocolos del asesoramiento pueden convertirse fácilmente en un "lecho de Procusto" que corta todos los "pies" que no encajan en las medidas fijas establecidas por el paradigma. Y generalmente lo que en tales operaciones se amputa es precisamente aquel 1 o 2% de diversidad, donde se concentran casi siempre la herencia ideal, las palabras diferentes, las opciones proféticas de ayer y a veces las de hoy. Los amantes de los paradigmas aman los promedios y las medianas, y se asustan con los picos y los extremos, que en los carismas y en los ideales son, por el contrario, esenciales.

Tercera fase: Los vacíos

En la construcción de frases no sólo cuentan las letras, ni las palabras sueltas, ni tampoco los verbos. Al igual que en las secuencias de ADN de las células, en los genomas organizativos y comunitarios cuentan también los huecos, los rasgos no activados, los espacios en blanco entre una letra y otra.

En las historias y en las realidades ideales y espirituales, las no-elecciones, las no-palabras, las no-victorias, los no-hechos son muy importantes.

Las frases más importantes se leen a partir de sus vacíos.

Y estos vacíos decisivos no son fáciles de ver para los analistas de ADN, no están marcados en la hoja.

Un "pero no" ("ma no", en italiano) se convierte en una "mano", un "por diente", se convierte en un "perdedor" ("perdiente"), una elección hecha "por misión" se vuelve un "permiso" ("per missione").

Los discursos se dan vuelta, perdemos el hilo de las frases y de la vida

Cuarta fase: El desperdicio

Otra ley de la vida es el desperdicio.

Muchas veces sembramos incluso en lugares inverosímiles, entre espinas y piedras, porque nos interesa que una parte llegue a tierra buena, y después a veces, nos sorprendemos al ver que la semilla germina incluso entre las espinas.

Muchas culturas de la consultoría persiguen una mayor eficacia, la racionalización de los procesos, la optimización de los procedimientos.

Son operaciones buenas en un 98%, pero que a menudo caen en la trampa del 2%. Porque algunos de los secretos y misterios de las OMI se pueden entender si dejamos la lógica de la eficiencia y abrazamos la del desperdicio, si somos capaces de perder tiempo en relaciones improductivas pero necesarias para no perder el alma, si invertimos energía en lugares que sabemos que nunca rendirán; y luego quizás veamos conmovidos volver ese pan desperdiciado:

De eficacia se puede morir en todas partes; en las realidades nacidas de nuestros ideales más altos, la ideología de la eficacia no mata inmediatamente, cambia el organismo día a día y lo convierte en otra cosa.

Quinta fase: El cuerpo a cuerpo

Cuando, subsidiariamente, una empresa busca ayuda a la consultoría, debe temer más que nada a la externalización de la gestión de las relaciones y las emociones.

Las empresas, al igual que todas las organizaciones de la sociedad están hechas de relaciones. Incluso cuando se ocupan de educación o salud, siguen siendo un asunto relacional, y nada funciona como debería si las relaciones no están bien, si las relaciones no se mantienen pulidas.

Si entonces vivo un conflicto profundo con uno de mis responsables, esto puede hacerme hablar con dos, y hasta con cinco consultores diferentes, y puede que a veces sea incluso útil.

Pero tarde o temprano, tengo que hablar con él o con ella, y si este momento nunca llega porque está blindado por los muchos consejeros, el conflicto no se resuelve, sólo se pospone unos meses o semanas, y empeora - los buenos consejeros pueden recoger mis llantos y mis gritos, pero yo no saldré de mi/nuestro agujero hasta que no llore ni grite delante/junto a ti, porque es la relación contigo lo que me duele-.

Los consultores son, al fin y al cabo, mediadores.

La mediación es de dos grandes familias: la de los mediadores que se interponen entre las partes, apartándolas para que no se toquen y no se hagan daño; y la de los mediadores que, al contrario, acercan a las partes distantes y desaparecen para hacer que se toquen. Ambas formas de mediación son necesarias en la vida social y económica, pero nadie puede ni debe evitar el cuerpo a cuerpo. Si esto ocurre, podemos ganar tiempo y eficacia, pero empobrecemos gravemente el capital espiritual, imprescindible para vivir y crecer. Perdemos poco a poco el "pequeño resto" de la diferencia, y un día nos encontramos en la misma terrible mutación de Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis de Kafka.

Acompañamiento técnico vs. acompañamiento por vocación

Para muchos acompañamientos ordinarios, la técnica es suficiente. Sin embargo, hay algunos discernimientos que, para "soltarse", necesitan técnica, pero también vocación. En estos casos, raros pero decisivos, no basta con interpretar la visión contada: hay que adivinarla antes de que el otro nos la cuente. Esto es relevante en aquellas situaciones muy complejas y delicadas en las que está en juego la existencia misma de la organización. Uno pronto se da cuenta de que para intentar resolver el caso se necesitará mucho más de lo que generalmente se hace.

Aquí se exige al consejero que haga un gasto extraordinario de tiempo, de recursos, de energía, que afronte el riesgo del fracaso, es decir, que sea alguien movido por la gratuidad, por la vocación y no sólo por el lucro y el poder, cuyas decisiones que no pueden justificarse sólo en los términos del contrato y los honorarios, ya que gastos que van más allá de los pequeños ordinarios.

Uno como consultor puede decidir irse antes o no empezar; pero también puede decidir quedarse, y al quedarnos revelamos nuestra vocación, nos decimos a nosotros mismos que tenemos un honor mayor que el del honorario, que nos importa nuestro estar en el mundo y no sólo estar en el mercado. Estas elecciones se mantienen casi siempre ocultas a los "clientes", pero están guardadas en la bodega del corazón. A veces, sin embargo, alguien se da cuenta, y esa escucha profunda, lenta, sin minutero, hace que el otro se dé cuenta de que no estamos trabajando solo con la técnica.

En esos momentos téchne se une a psyche, la competencia se reencuentra con el alma.

Y cuando el otro comprende que estamos trabajando movidos por la vocación, nace en él, o en ella, una calidad diferente de la confianza y nos deja entrar en las habitaciones secretas de sus sueños, donde a menudo se encuentra la clave de la solución de su discernimiento.

Al técnico se le dice algo, al alma se le dice mucho, al alma combinada con la tecnología se le puede decir todo.

Sin embargo, muchas veces, las figuras externas, aunque necesarias en algunos casos específicos, se convierten fácilmente en una forma perfecta de inmunidad, una pantalla que los responsables usan para protegerse del contagio de las relaciones y de la "herida del otro", con el fracaso que esto conlleva. Mientras que en el mundo de las grandes empresas globales ya se está sintiendo la insuficiencia de estos contratos externos, las grandes empresas de consultoría han comenzado a buscar nuevos mercados en las organizaciones de la sociedad civil y del sector público, que recién ahora están descubriendo estes instrumentos y los viven como una gran novedad de salvación. La consecuencia es que, en muchos casos, se producen fenómenos de dumping hacia los "pobres". En este sentido, debemos estar atentos a que  el mundo de lo social, lo público y de las iglesias no se vuelva pronto un nuevo mercado de refugio para las empresas de consultoría que buscan nuevos mercados porque se están agotando los viejos...

¿Cuándo debe finalizar una consultoría?

Una vez que abordado el tema de los consejeros dentro de la reflexión sobre la subsidiariedad. todavía falta un último paso: un buen consejero subsidiario debe saber retirarse en el momento adecuado.

Una vez terminado su trabajo, el consejero debe saber retirarse, desaparecer, salir del proceso para no transformar el lazo en una atadura, favoreciendo la autonomía de la persona que ayudó. Pero como en el asesoramiento también existe una dimensión de posible conflicto de intereses (el ayudado, es también facturado), la salida nunca es sencilla ni está garantizada.

Así, a veces, la relación de ayuda dura demasiado tiempo y, por tanto, se pervierte. A menudo, la no-salida es deseada por el "cliente", que durante el proceso de ayuda ha desarrollado progresivamente una relación de dependencia de sus acompañantes. El valioso arte del consejero (que se ocupa de personas y relaciones) y del ayudante, reside entonces en su capacidad de desaparecer, de dejar ir. Hacerse cada vez menos necesario con el paso del tiempo, hasta volverse inútil -la inutilidad final debería ser su objetivo explícito, ahí reside su excelencia-.

Cuando, por el contrario, el paso del tiempo aumenta la necesidad del consejero, ese acompañamiento está fallando y el riesgo de manipulación se hace grande: de ser una ayuda al discernimiento, el consejero pasa a ser el que decide y gobierna: entra para servir, acaba por mandar.

La salida de escena del consultor al final del proceso es parte de su excelencia. Al final del proceso, un buen consultor debe saber marcharse, quitarse de en medio para no transformar la ayuda en atadura y dependencia -pero de esto hablaremos más adelante.