Diferencia entre revisiones de «El sentido del trabajo en el nuevo milenio»

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Un mundo que ya no espera el paraíso, sin relatos colectivos y sin hijos, ya no encuentra sentido suficiente para vivir y, por tanto, para trabajar ''¿Por qué trabajar, si ya no espero una tierra prometida (por encima o por debajo del cielo), si nadie espera de mi trabajo un presente y un futuro mejores?''  
 
Un mundo que ya no espera el paraíso, sin relatos colectivos y sin hijos, ya no encuentra sentido suficiente para vivir y, por tanto, para trabajar ''¿Por qué trabajar, si ya no espero una tierra prometida (por encima o por debajo del cielo), si nadie espera de mi trabajo un presente y un futuro mejores?''  
  
El mundo del trabajo nunca ha creado ni agotado el sentido del trabajo.        Ayer fueron la familia, las ideologías y la religión las que daban al trabajo su primer sentido. La fábrica, el campo o la oficina reforzaban ese sentido que, sin embargo, nacía fuera. El trabajo es grande, pero para ser visto en su grandeza hay que mirarlo desde fuera, desde una puerta que se abre al exterior. Sin ese espacio amplio, la sala de trabajo es demasiado estrecha, su techo demasiado bajo para que ese animal enfermo de infinitud que es el homo sapiens pueda permanecer mucho tiempo allí sin asfixiarse.  
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El mundo del trabajo nunca ha creado ni agotado el sentido del trabajo.        
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Ayer fueron la familia, las ideologías y la religión las que daban al trabajo su primer sentido. La fábrica, el campo o la oficina reforzaban ese sentido que, sin embargo, nacía fuera. El trabajo es grande, pero para ser visto en su grandeza hay que mirarlo desde fuera, desde una puerta que se abre al exterior. Sin ese espacio amplio, la sala de trabajo es demasiado estrecha, su techo demasiado bajo para que ese animal enfermo de infinitud que es el homo sapiens pueda permanecer mucho tiempo allí sin asfixiarse.  
  
 
La economía registra un creciente malestar laboral, pero:
 
La economía registra un creciente malestar laboral, pero:
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Las generaciones anteriores supieron transmitirnos la capacidad de hacer frente a las dificultades de la existencia y, a pesar de muchas contradicciones, crearon en las personas un ''capital interior'' hecho de religión, de sabiduría y de piedad popular y, luego, de los valores de las grandes ideologías de masa que también eran relatos colectivos sobre el sentido de la vida, del dolor y de la muerte. Y ello porque las culturas de ayer eran ''humanismos de la imperfección'', por eso ponían en el centro la limitación, el cansancio, lo incompleto y el sacrificio.
 
Las generaciones anteriores supieron transmitirnos la capacidad de hacer frente a las dificultades de la existencia y, a pesar de muchas contradicciones, crearon en las personas un ''capital interior'' hecho de religión, de sabiduría y de piedad popular y, luego, de los valores de las grandes ideologías de masa que también eran relatos colectivos sobre el sentido de la vida, del dolor y de la muerte. Y ello porque las culturas de ayer eran ''humanismos de la imperfección'', por eso ponían en el centro la limitación, el cansancio, lo incompleto y el sacrificio.
  
La felicidad se vivía como un breve intervalo entre dos largas infelicidades.     La vida era dura, pobre, breve, y el arte de formar el carácter consistía en hacer de esa vida dura una vida posible y sostenible, quizá un poco mejor para los hijos, sin engañarnos a nosotros mismos en que sería demasiado mejor.
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La felicidad se vivía como un breve intervalo entre dos largas infelicidades.      
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La vida era dura, pobre, breve, y el arte de formar el carácter consistía en hacer de esa vida dura una vida posible y sostenible, quizá un poco mejor para los hijos, sin engañarnos a nosotros mismos en que sería demasiado mejor.
  
 
En el mundo de nuestros abuelos, a nadie se le ocurriría educar a los jóvenes en la cultura del éxito, animándolos a convertirse en "triunfadores", porque todos sabían que era el camino perfecto para llevar una vida frustrada. El partido de la vida acababa bien si por lo menos terminaba en empate, con una eterna estrategia defensiva.
 
En el mundo de nuestros abuelos, a nadie se le ocurriría educar a los jóvenes en la cultura del éxito, animándolos a convertirse en "triunfadores", porque todos sabían que era el camino perfecto para llevar una vida frustrada. El partido de la vida acababa bien si por lo menos terminaba en empate, con una eterna estrategia defensiva.

Revisión actual del 15:27 24 jun 2024

Por Luigino Bruni

Las crisis de este comienzo de milenio, como por ejemplo las crisis ambientales, financieras, las guerras, etc., corren el riesgo de hacernos subestimar u olvidar una triple crisis no menos grave: la de la fe, los grandes relatos y la crisis de la generación actual.

Un mundo que ya no espera el paraíso, sin relatos colectivos y sin hijos, ya no encuentra sentido suficiente para vivir y, por tanto, para trabajar ¿Por qué trabajar, si ya no espero una tierra prometida (por encima o por debajo del cielo), si nadie espera de mi trabajo un presente y un futuro mejores?

El mundo del trabajo nunca ha creado ni agotado el sentido del trabajo.        

Ayer fueron la familia, las ideologías y la religión las que daban al trabajo su primer sentido. La fábrica, el campo o la oficina reforzaban ese sentido que, sin embargo, nacía fuera. El trabajo es grande, pero para ser visto en su grandeza hay que mirarlo desde fuera, desde una puerta que se abre al exterior. Sin ese espacio amplio, la sala de trabajo es demasiado estrecha, su techo demasiado bajo para que ese animal enfermo de infinitud que es el homo sapiens pueda permanecer mucho tiempo allí sin asfixiarse.

La economía registra un creciente malestar laboral, pero:

¿Cuándo comprenderemos que este malestar laboral es primero un malestar existencial generado por esta triple carencia?

"¿Dónde se ha metido Dios?                                                                      

 Nosotros lo hemos matado,                                                                                    

¡tú y yo!                                                                                                      

¡Todos somos sus asesinos!                                                                              

¿No estamos vagando en una nada infinita?"                                                          

F. Nietzsche.

Aquél loco grita la muerte de Dios en el "mercado", pues "allí se reunían muchos de los que no creían en Dios". En el mercado, el pregonero de la muerte de Dios suscitó grandes risas. Los comerciantes se rieron; tal vez porque esperaban que ese "superhombre" necesario para vivir en un mundo sin Dios fuera el homo economicus, gracias a su nueva religión capitalista. Pero los comerciantes que ayer se reían, se dan cuenta ahora de que esa nada infinita está devorando a la propia economía.

Sin lugar a duda, el gran emergente de la Revolución Industrial fue el trabajador quien, a partir de lo que significa tener un trabajo, durante varias décadas se constituyó en el protagonista de este período de la historia del mundo, lo que generó que enormes masas de asalariados alcanzaran la tan ansiada y valorada inclusión económica y social.

La era de la fragilidad

Empecemos por una palabra que parece muy alejada del mundo de la empresa: fragilidad.

Las generaciones anteriores supieron transmitirnos la capacidad de hacer frente a las dificultades de la existencia y, a pesar de muchas contradicciones, crearon en las personas un capital interior hecho de religión, de sabiduría y de piedad popular y, luego, de los valores de las grandes ideologías de masa que también eran relatos colectivos sobre el sentido de la vida, del dolor y de la muerte. Y ello porque las culturas de ayer eran humanismos de la imperfección, por eso ponían en el centro la limitación, el cansancio, lo incompleto y el sacrificio.

La felicidad se vivía como un breve intervalo entre dos largas infelicidades.    

La vida era dura, pobre, breve, y el arte de formar el carácter consistía en hacer de esa vida dura una vida posible y sostenible, quizá un poco mejor para los hijos, sin engañarnos a nosotros mismos en que sería demasiado mejor.

En el mundo de nuestros abuelos, a nadie se le ocurriría educar a los jóvenes en la cultura del éxito, animándolos a convertirse en "triunfadores", porque todos sabían que era el camino perfecto para llevar una vida frustrada. El partido de la vida acababa bien si por lo menos terminaba en empate, con una eterna estrategia defensiva.

Con el cambio de milenio, pasamos rápidamente del humanismo de la imperfección al de la búsqueda de la felicidad y del éxito. "¡Ay de los perdedores e infelices!" se convirtió en el lema.

El fin de las grandes ideologías en occidente y el debilitamiento de la religión han provocado grandes cambios antropológicos. Se fue un mundo moral, y su lugar vacante no ha sido ocupado por ninguno otro nuevo e igual de robusto. Rápida y progresivamente hemos olvidado el antiguo oficio de vivir y el esfuerzo de la democracia, y nos hemos enamorado, en cambio, de la meritocracia.

Y cuando la realidad hace que nos encontremos, también hoy, con la limitación, las fallas y el fracaso, que no desaparecieron porque hayamos decidido no verlas más; tanto los jóvenes como ahora también los adultos, se ven privados de las antiguas virtudes colocadas entre los viejos hierros de la sociedad, guardadas en el armario polvoriento junto al sombrero del abuelo y el molinillo de granos de café.

Esta indigencia de equipamiento ético se manifiesta en todas las esferas de la vida social -familia, política, escuela-, pero todavía no se percibe en toda su gravedad: lo será pronto, cuando esta insostenibilidad relacional y emocional se haga evidente.