Administración de la finitud
A 100 años de la gran promesa de la Revolución Industrial, con su lema “progreso para todos”, podemos afirmar que a nivel global ésta no se cumplió.
La mitad de la población del mundo –4000 millones de personas– vive con menos de tres dólares por día, lo que la sume en altos niveles de pobreza, indigencia y miserabilidad. Salud, higiene, agua potable y educación son privilegios para muy pocos. Tener un techo para protegerse de las inclemencias del clima, contar con una cama donde dormir, girar una canilla y que salga agua, y apretar un botón y tener luz, son necesidades básicas que continúan estando insatisfechas e inaccesibles para la mayoría de los habitantes del planeta (solo basta con ver los gráficos y las estadísticas que nos ofrece Our World in Data para darnos cuenta de la gravedad de los problemas que padecen millones en el mundo día tras día), quienes además deben sufrir la “penalidad por pobreza” por el solo hecho de estar excluidos del sistema.
En este sentido, el ser humano se enfrenta hoy a una nueva realidad: el “sueño americano”, el modelo de producción y acumulación de riqueza económica que se conoce con el nombre de [1] –basado en la eficiencia, la eficacia y el libre mercado–, que tan buenos resultados en términos de inclusión brindó a millones de personas por décadas durante el siglo XX, no es un modelo exportable. Pero tampoco lo son el socialismo de estado, cuyo máximo exponente se vió reflejado en la Unión Soviética del siglo pasado, ni el capitalismo de estado que rige actualmente en la China, pues los tres comparten un mismo patrón de diseño basado en la extracción y la acumulación, y los une una misma característica: son insostenibles. En el ADN de estos tres sistemas económicos se ven los mismos efectos: un alto grado de contaminación ambiental, la utiliización de energías no renovables a gran escala, la centralización y acumulación del poder para la defensa de los privilegios de unos pocos, el autoritarismo y la verticalidad, la mirada de corto plazo, la simplificación, la falta de diálogo, transparencia y legitimidad, la inequidad, la exclusión, etc. Por lo tanto, creer que solo falló el capitalismo, nos hace pensar que aquello que va a funcionar en su reemplazo es el socialismo, o el capitalismo de estado, y ahí volvemos a caer una vez más en la misma trampa que no nos permite elevar la discusión y evolucionar hacia propuestas superadoras de creación de valor vinculadas con formas sostenibles de desarrollo humano para sociedades sostenibles.
En principio, porque para seguir consumiendo los ex recursos naturales considerados en la actualidad como bienes sociales por su altísimo nivel de escasez– al ritmo al que las sociedades más avanzadas lo venimos haciendo hasta hoy, no alcanzan 4 planetas Tierra (así lo afirma el conocido biólogo de la biodiversidad, Edward Wilson, en su libro El futuro de la vida).
Es imposible que las casi 8000 millones de personas que habitamos este planeta podamos disfrutar del confort promedio de cualquier neoyorquino, parisino, porteño o berlinés, simplemente porque de hacerlo se agotarían todos los recursos en muy poco tiempo.
Uno de los grandes desafíos que se nos presenta hoy es que estamos abandonando el paradigma de la administración de la escasez, que fue uno de los principales objetos de estudio de la economía hasta nuestros días, para comenzar a entender y aprender a convivir en un planeta y en sociedades en las cuales los recursos son finitos. Aunque siempre lo fueron, pareciera que recién ahora estamos tomando cuenta de ello. La naturaleza ya no puede seguir siendo considerada como un mero recurso más, sino que debe ser considerada como fuente de vida y salvaguarda de los ecosistemas.
Este cambio de paradigma de la “administración de la escasez” a la “administración de la finitud” nos sumerge en una enorme disrupción, que hace que las conversaciones se repitan porque no hay nada nuevo para preguntar dado que la realidad nos fuerza a tener que plantearnos las mismas cosas.
Lamentablemente no disponemos de los conocimientos para poder enfrentar y dar respuesta esta crisis y esto se ve reflejado, por ejemplo, en el desconocimiento acerca de incluir las externalidades en los precios de los bienes y servicios.
Por lo tanto, debemos asumir el desafío de la transición entre un modelo de desarrollo basado en la extracción, a otro basado en la regeneración. En este nuevo modelo, aquello que hoy se conoce como basura o desperdicio, producto de la economía lineal –extracción, producción y acumulación–, se convierte en materia prima a partir de la implementación de modelos ecoeficientes de reducción, reuso y reciclado, que resultan básicos para poder ingresar en el círculo virtuoso de la economía circular. Un buen ejemplo es la minería urbana, que se presenta como una de las soluciones más atractivas para resolver el problema de los artefactos y electrodomésticos que ya no usamos y que tanto contaminan.
Al respecto, la economista inglesa Kate Raworth, a partir de su modelo “economía del donut” (doughnut economics) que se presenta como una verdadera revolución en el pensamiento económico que apunta a resolver problemas como la degradación ambiental y la desigualdad, propone un abordaje sistémico del concepto de desarrollo teniendo en cuenta los límites ecosistémicos planetarios. Esto implica, entre muchas otras cosas, aprender a desaprender todo lo conocido hasta hoy para poder después definir nuevos estándares de convivencia y términos de intercambio, de modo que todos los habitantes del planeta estemos incluidos y podamos alcanzar la igualdad de acceso a las oportunidades y a los bienes sociales. “Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo”, afirma Benjamin Franklin. Una idea que nos advierte que, a nivel colectivo, aprender también supone asumir como propios los errores de la historia de la humanidad para no volver a repetirlos.
Por su parte, el fracaso de la promesa de progreso está provocando una enorme fractura en el pacto social, fractura que se profundiza y agranda cada día más. También está llevando a la humanidad a entender que progreso no es simplemente avanzar o ir hacia delante, que no se puede circunscribir solamente al concepto de eficiencia y eficacia en términos económicos, o a un modelo de desarrollo determinado, sino que debe significar una mejora en el bienestar y la calidad de vida para todos y no solo de unos pocos privilegiados. Como bien señala Luis Castelli, “no puede haber progreso a costa de”.
Se impone tomar conciencia de la Tierra como la casa común de todos aquellos que respiramos, y también como un planeta superpoblado, pequeño y con recursos escasos, que hoy ya se reconoce finito. Encarar la tarea de tomar decisiones para administrar la finitud, lo que requiere, por sobre todo, conocer una ciencia clave: la aritmética, con el fin de comenzar a recorrer el camino que nos propone la contabilidad de gestión medioambiental. También el reinicio de un camino hacia la integralidad entre el mundo y la Tierra, dos realidades convergentes que determinan la evolución de la historia de la Humanidad.
Es imperioso, en consecuencia, empezar a tener muy en cuenta cuál es la capacidad de carga real de los sistemas y de los ecosistemas en los que viven nuestras sociedades, y respetar sus límites.