Acerca de la competencia y la condición humana
Algunos discursos ponen sobre el tapete dos visiones de la naturaleza humana, usualmente presentadas como contrapuestas. La primera tiende a confiar en la bondad humana y supone que tendemos dócilmente a la generosidad y la cooperación; la segunda cree que los humanos priorizamos el interés propio y el de los que nos rodean.
Como sostuvo Rousseau, el hombre natural despojado del lastre del refinamiento o de la hipocresía social es compasivo. O también: la naturaleza humana rectificada, sin el peso pecaminoso de la primera caída, tendería naturalmente al auxilio del prójimo, sin reclamar nada para sí. Tiene su grandeza moral, pero encierra una falacia. Cuando los proyectos políticos anclan en esta convicción, basta con un “incorruptible” Robespierre para arbitrar los medios propicios para conducir a los hombres a su mejor versión: una virtud compulsiva que se impone por las malas y rectifica.
Conocer cuál es “mi mejor” o “mi verdadero yo”, como advirtió Isaiah Berlin, podría conducir a “castigar rígidamente” a mi “naturaleza inferior”, sobre todo cuando ese yo superior se encarna en una entidad colectiva como “el Estado”. El discurso que pretende “justificar la coacción ejercida por algunos hombres sobre otros con el fin de elevarlos” surge del prejuicio de que es lícito “coaccionar (los) en nombre de algún fin (digamos, por ejemplo, la justicia o la salud pública)”. La mejor versión de nosotros mismos dejémosela a los pastores de almas, no a los políticos. Son más peligros que bendiciones lo que puede esperarse de un estilo que enmascara el paternalismo perverso con el amor a la humanidad.
Si naturalmente fuésemos más cooperativos que competitivos, las cosas serían mucho más sencillas. David Hume sostuvo que somos “limitadamente generosos”. Algunos somos proclives a la filantropía y la entrega desinteresada, incluso a expensas del propio interés. Otros, más competitivos e interesados en nuestro progreso y el bienestar de nuestros amigos y familia. Despreciar esta visión de la condición humana como poco excelsa, desconocer el valor de la competencia o tildar de vicioso el autointerés sencillamente no es realista. Es un error creer que esas cualidades no revierten en beneficios comunitarios cuando están bien administradas.
La segunda visión es menos pretenciosa, concibe al hombre “tal cual es, no como debería ser”. No pregona reprimir el interés por sí mismo, ni propone extirpar las supuestas bajezas para así rectificarlo, sino conducirlas u orientarlas. Defiende con convicción ilustrada que un mínimo eficiente de control de esas tendencias al autointerés es infinitamente más prolífico para toda la comunidad que un ordenamiento compulsivo y asfixiante de los modos posibles de interacción humana.