Enseñanza y aprendizaje

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Construir un saber acerca de los procesos de enseñanza y aprendizaje —más allá de la inscripción disciplinar específica en cada caso—, dada la complejidad que les es inherente, demanda una mirada que conjugue sistemas referenciales complementarios a partir de articular teorías diversas, así como superar la mera aplicación de resultados de investigaciones de ciertas disciplinas —sin una auténtica mediación o transformación de sus aportes— a otro campo de conocimiento. Desde la perspectiva que adoptamos, se trata de abordar la relación entre estos procesos considerando a la didáctica como disciplina de referencia e integrando desarrollos teórico-metodológicos de otras disciplinas del campo pedagógico y de las ciencias sociales y humanas.

Desde una primera aproximación, en esa línea de ideas afirmamos que se trata de procesos que exceden lo individual y remiten a múltiples encuentros entre sujetos, grupos e instituciones. Por ello, cargados de historicidad, atravesados por el contexto educativo, social, político y cultural, el conocimiento se revela en ellos como problemático, por el entrecruzamiento de cuestiones de diverso orden: epistemológicas, en tanto que remite a las formas de indagación y validación de ese conocimiento y de su estructuración en una disciplina; pedagógico-didácticas, por su inscripción en la escuela; psicológica, en tanto que refiere las formas en que se aprende cierto conocimiento y no otros, y éticas y políticas, por el compromiso de quienes participan en ellas, entre otras.

En un primer avance en el intento de clarificar las relaciones entre enseñanza y aprendizaje, resulta significativo recuperar aportes de dos filósofos del lenguaje: Gary Fenstermacher y John Passmore, quienes desde modos diferentes de plantear la cuestión arriban a consideraciones próximas. En primer término, ambos autores destacan el carácter relacional de los tres elementos constitutivos implícitos en el vocablo enseñanza: un sujeto que posee un conocimiento o saber, otro sujeto que carece de dicho saber y el conocimiento-saber, contenido objeto de la enseñanza.

Passmore (1983), por su parte, advierte que en los usos del lenguaje corriente suele omitirse a quién o el qué del enseñar, sin que pierda sentido la afirmación de que alguien enseña. El riesgo en esta omisión es que queda “encubierta” la naturaleza relacional triádica (alguien-algo-alguien) y se focaliza sólo en un elemento de la relación: quién enseña (Edelstein, 2008). Pero la enseñanza, desde el sentido etimológico del término, del latín insignare, significa ‘marcar’, ‘designar’, ‘mostrar’, y posee el sentido de señar, dejar una huella, pero también el carácter de ejemplo, de emblema. En consecuencia, la enseñanza es siempre una intervención que establece una mediación entre el sujeto aprendiz y el contenido que se ha de aprender.

En este sentido, puede haber enseñanza y no producirse el aprendizaje; incluso el alumno-estudiante puede apropiarse de aspectos parciales o diferentes de aquello que fue enseñado. Es decir, no existe una relación de causalidad entre la enseñanza y el aprendizaje que determine que lo primero conduce necesariamente a lo segundo. La representación de una supuesta causalidad entre enseñanza y aprendizaje impregna en muchas ocasiones asignaciones de sentido en la cotidianidad y se tiende a pensar estos dos procesos como si fueran fases inseparables de un fenómeno único. Es esta noción la que subyace en la expresión de extendido uso enseñanza-aprendizaje. Fenstermacher (1986) advierte que la confusión acerca de esta relación causal se origina en la dependencia ontológica del concepto enseñanza respecto del concepto aprendizaje. Es decir, la “idea” de enseñanza depende, para existir, de la “idea” de aprendizaje como posibilidad. Sin embargo, en tanto que generalmente el aprendizaje se da después de la enseñanza, es fácil suponer erróneamente una relación causa-efecto entre ambos.

Al postular la existencia de una relación de dependencia ontológica entre ambos procesos, Fenstermacher reconstruye el binomio enseñanza-aprendizaje. Al respecto, el autor advierte que el término aprendizaje vale tanto para expresar la “tarea” como el “resultado”, por lo que propone que es más pertinente afirmar que en la enseñanza se diseñan actividades y tareas de aprendizaje que debe realizar el alumno.

Desde otras líneas de sentido, cabe señalar que la intención explícita de mostrar algo es inherente a la enseñanza. Ahora bien, en el acto de la transmisión el enseñante da una muestra, entre otras posibles, respecto del objeto de conocimiento; adopta cierto punto de vista —el que comparte y que quisiera que el otro acepte— y elige una determinada manera de mostrar. En efecto, en tanto proceso de intervención, no es una actividad de carácter azaroso, sino que el docente imprime ciertas racionalidades al adoptar una serie de decisiones tanto en las instancias previas a la acción, durante su desarrollo en la inmediatez del aula y en las derivadas de objetivar los efectos que esas decisiones producen (Edelstein, 2008). Decisiones que devienen de las perspectivas teóricas a las que se adscribe.

Ahora bien, puesto que el enseñar y el aprender implican el encuentro de sujetos con el conocimiento de un determinado campo, en ese encuentro estos sujetos ocupan posiciones diferentes, asimétricas. Uno de ellos posee cierto saber; ha transitado por un proceso de formación en un ámbito determinado, su posición es de menor distancia respecto del conocimiento y, en consecuencia, está en condiciones de operar como mediador entre éste y quienes no lo poseen, para complementarlos e incorporarlos a la cultura. La enseñanza se convierte así en un acto de compartir el conocimiento. Sin embargo, en tanto la enseñanza es siempre respecto de determinado objeto de conocimiento y adopta formas particulares según disciplinas y campos, la asimetría siempre se da en relación con un determinado recorte del saber y está acotada en el tiempo. El momento inicial del encuentro es el momento de mayor distancia, el cual, a medida que se avanza en el proceso, tiende a desaparecer.

Rancière (2008) nos muestra otra versión de la relación que nos ocupa, que interesa recuperar, al afirmar que el papel que se le atribuye al maestro es el de suprimir la distancia entre su saber y la ignorancia del ignorante. Reducción progresiva que sólo se puede realizar, paradójicamente, a condición de recrearla incesantemente: poner entre el alumno y él una nueva ignorancia. Y agrega: “En la lógica pedagógica el ignorante no es solamente aquel que aún ignora lo que el maestro sabe. Es aquel que no sabe lo que ignora ni cómo saberlo. El maestro, por su parte, no solamente es aquel que detenta el saber ignorado por el ignorante, sino también aquel que sabe cómo hacer de ello un objeto de saber, en qué momento y según cuál protocolo” (Rancière, 2008, pp. 15-16).

En rigor de verdad, advierte el autor, “no hay ignorante que no sepa ya un montón de cosas, que no las haya aprendido por sí mismo observando y escuchando, repitiendo, equivocándose y corrigiendo sus errores”, pero: “ese saber para el maestro no es más que un saber de ignorante que progresa comparando lo que descubre con aquello que ya sabe, según el azar de los hallazgos, y sólo se preocupa por saber más, por saber lo que aún ignora. Lo que le falta siempre al alumno, a menos que él mismo se convierta en maestro, es el saber de la ignorancia, el conocimiento de la distancia exacta entre el saber y la ignorancia” (Rancière, 2008, p. 16).

Es responsabilidad del maestro enseñarle al alumno que “la ignorancia no es un menor saber, sino el opuesto del saber, y que el saber no es un conjunto de conocimientos, sino una posición”. Se trata, según el autor, de la distancia que sólo puede ser probada por el mero juego de la posición que se ocupa, que se ejerce a través de la interminable práctica del “paso adelante”, expresión metafórica que da cuenta de cierto del abismo que separa dos inteligencias: “la que sabe en qué consiste la ignorancia y la que no lo sabe” (Rancière, 2008, p. 16).

Pero para que alguien se convierta en “enseñante” requiere del reconocimiento del otro, de que ese otro le asigne un lugar de saber. Un sujeto estará más o menos dispuesto a adquirir conocimiento del otro en razón del grado de confianza que éste le merezca. Dice Sara Paín: “El conocimiento del otro no es solamente del otro porque el otro es quien lo posee, sino porque en el aprendizaje ese otro es conocido, o por lo menos reconocido, como poseedor de saber. Así, no sólo no se aprende de la simple experiencia sobre las cosas si no hay un intermediario, un testigo, sino que el sujeto estará más o menos dispuesto a adquirir el conocimiento de otro en razón del grado de confianza que le merezca. [...] El conocimiento es siempre conocimiento de otro. No se puede aprender algo que no sea para otro algo sabido” (Paín, 1985, p. 107).

Sin embargo, y con la intención de tensar las ideas, por aportes de Daniel Gerber reconocemos que: “la posición que el maestro ocupa de ‘sujeto con supuesto saber’ es lo que en muchos casos puede conducirlo a la creencia ilusoria de contar con un poder que emanaría de sí mismo, cuando en realidad es la existencia de una estructura intersubjetiva la que coloca a individuos distintos en posiciones diferentes asignando un sistema de representaciones y comportamientos específicos a cada uno; esto determina la existencia de ese fenómeno de poder” (Gerber, 1985, p. 43).

Ello nos remite a otra asimetría, igual de radical; aquella en la que el alumno ocupa un lugar que nadie le puede usurpar, el lugar del sujeto que aprende: porque es él quien aprende, y sólo él, y según la estrategia que le es propia. “No se hará nada”, dice Meirieu, “si el educador no es capaz de someterse a esta evidencia, ya que nadie ha conseguido aprender algo en el lugar de otro; cuando mucho, modestamente se puede hacer que el otro se ahorre parte de la historia”. Así, lejos de instituirse lo intercambiable: “se sitúa a los dos en una situación doblemente asimétrica en la que cada uno debe aceptar, en lo que le concierne, su anterioridad respecto del otro: el proyecto de hacer aprender precede a la puesta en práctica de una situación de aprendizaje; el acto de aprender precede al aprendizaje realizado” (Meirieu, 2001, p. 118).

Se presenta aquí, según el autor, una suerte de choque entre temporalidades que es necesario no olvidar, a riesgo de que surja “el malentendido y con ello se comprometa la posibilidad de educar”. No obstante, no se trata de negar el carácter del enseñante; hacerlo significaría privar al otro de toda referencia, incluso de la posibilidad de rechazo de lo que el adulto entrega.

Posiciones, intencionalidad, mediaciones, relaciones asimétricas, dependencias y autonomías, relaciones saber-ignorancia, vínculos de sujetos con el conocimiento, se configuran en claves de un entramado de significados que, desde una lectura multirreferencial, intentan aportar a la comprensión de dos procesos complejos.