Raíces de un paradigma de inferencias indiciales

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Por Carlo Ginzburg

Nota: texto extraído de Ginzburg, C. – Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia. Gedisa, Barcelona, 2008, pp. 185 – 239).

Durante milenios, el hombre fue cazador. La acumulación de innumerables actos de persecución de la presa le permitió aprender a reconstruir las formas y los movimientos de piezas de caza no visibles, por medio de huellas en el barro, ramas quebradas, estiércol, mechones de pelo, plumas, concentraciones de olores. Aprendió a olfatear, registrar, interpretar y clasificar rastros tan infinitesimales como, por ejemplo, los hilillos de baba. Aprendió a efectuar complejas operaciones mentales con rapidez fulmínea, en la espesura de un bosque o en un claro lleno de peligros.

Generaciones y generaciones de cazadores fueron enriqueciendo y transmitiendo todo ese patrimonio cognoscitivo. A falta de documentación verbal para agregar a las pinturas rupestres y a las manufacturas, podemos recurrir a los cuentos de hadas, que a veces nos transmiten un eco, si bien tardío y deformado, del conocimiento de aquellos remotos cazadores. Una fábula oriental, difundida entre quirguices, tártaros, hebreos, turcos..., cuenta que tres hermanos se encuentran con un hombre que ha perdido un camello (en ciertas variantes, se trata de un caballo). Sin vacilar, lo describen: es blanco, tuerto, lleva dos odres en la grupa, uno lleno de vino y el otro de aceite. ¿Quiere decir que lo han visto? No, no lo vieron. Se los acusa de robo y son juzgados; pero los tres hermanos se imponen, pues demuestran al instante que, por medio de indicios mínimos, han podido reconstruir el aspecto de un animal que nunca han visto.

Es evidente que los tres hermanos son depositarios de un saber de tipo cinegético, por más que no se los describa como cazadores. Lo que caracteriza a este tipo de saber es su capacidad de remontarse desde datos experimentales aparentemente secundarios a una realidad compleja, no experimentada en forma directa. Podemos agregar que tales datos son dispuestos siempre por el observador de manera de dar lugar a una secuencia narrativa, cuya formulación más simple podría ser la de “alguien pasó por ahí”. Tal vez la idea misma de narración (diferente de la de sortilegio, encantamiento o invocación) haya nacido por primera vez en una sociedad de cazadores, de la experiencia del desciframiento de rastros. El hecho de que las figuras retóricas sobre las que aún hoy gira el lenguaje del descifrado, cinegética – la parte por el todo, el efecto por la causa – puedan ser reducibles al eje prosístico de la metonimia, con rigurosa exclusión de la metáfora, reforzaría esta hipótesis que es, obviamente, indemostrable. El cazador habría sido el primero en “contar una historia”, porque era el único que se hallaba en condiciones de leer, en los rastros mudos (cuando no imperceptibles) dejados por la presa, una serie coherente de acontecimientos. Se trata de vestigios, tal vez infinitesimales, que permiten captar una realidad más profunda, de otro modo inaferrable.

“Descifrar” o “leer” los rastros de los animales son metáforas. No obstante, se siente la tentación de tomarlas al pie de la letra, como la condensación verbal de un proceso histórico que llevó, en un lapso tal vez prolongadísimo, a la invención de la escritura. Esa misma conexión ha sido formulada, en forma de mito etiológico, por la tradición china, que atribuía la invención de la escritura a un alto funcionario que había observado las huellas impresas por un ave sobre la ribera arenosa de un río. Por otra parte, si se abandona el mundo de los mitos y las hipótesis por el de la historia documentada, no pueden dejar de impresionarnos las innegables analogías existentes entre el paradigma cinegético que acabamos de delinear y el paradigma implícito en los textos adivinatorios mesopotámicos, redactados a partir del tercer milenio a.C. Ambos presuponen el minucioso examen de una realidad tal vez ínfima, para descubrir los rastros de hechos no experimentables directamente por el observador. En un caso, estiércol, huellas, pelos, plumas; en el otro, vísceras de animales, gotas de aceite en el agua, astros, movimientos involuntarios del cuerpo y cosas por el estilo. Ciertamente, la segunda serie, a diferencia de la primera, era prácticamente ilimitada, en el sentido de que todo, o casi todo, podía convertirse para los adivinos mesopotámicos en objeto de adivinación. Pero la divergencia más importante a nuestros ojos es otra: la adivinación se dirigía al futuro, y el desciframiento cinegético al pasado (aunque fuera un pasado de un par de instantes, nada más). Con todo, la actitud cognoscitiva era, en ambos casos, muy similar; las operaciones intelectuales involucradas – análisis, comparaciones, clasificaciones – eran formalmente idénticas. Pero sólo formalmente, puesto que el contexto social era en todo sentido diferente. En particular, se ha subrayado que la invención de la escritura moldeó profundamente la adivinación mesopotámica, ya que, en efecto, a las divinidades se les atribuía, junto con las demás prerrogativas de los soberanos, el poder de comunicarse con los súbditos por medio de mensajes “escritos” en los astros, en los cuerpos humanos o en cualquier otra parte. La función de los adivinos era descifrar esos mensajes, idea que estaba destinada a desembocar en la multimilenaria imagen del “libro de la naturaleza”. Y la identificación de la disciplina mántica con el desciframiento de los caracteres divinos inscriptos en la realidad se veía reforzada por las características pictográficas de la escritura cuneiforme: también ella, como la adivinación, designaba cosas por medio de cosas.

Una huella representa a un animal que ha pasado por allí. En relación con la materialidad de la huella, del rastro materialmente entendido, el pictograma constituye ya un paso adelanto por el camino de la abstracción intelectual, un paso de valor incalculable. Pero la capacidad de abstracción que la adopción de la escritura pictográfica supone es, a su vez, muy poca cosa en comparación con la capacidad de abstracción que requiere el paso a la escritura fonética. De hecho, en la escritura cuneiforme siguieron coexistiendo elementos pictográficos y fonéticos, así como, en la literatura adivinatoria mesopotámica, la paulatina intensificación de los rasgos apriorísticos y generalizantes no eliminó la tendencia fundamental a inferir las causas de los efectos. Esa actitud es la que explica, por un lado, la contaminación de la lengua adivinatoria mesopotámica con términos técnicos tomados del léxico jurídico y, por otra parte, la presencia de pasajes de fisionómica y de sintomatología médica de los tratados adivinatorios.

Tras un largo rodeo, volvemos pues a la sintomatología. La hallamos integrando una verdadera constelación de disciplinas (término éste que es evidentemente anacrónico) de aspecto singular. Podríamos incurrir en la tentación de contraponer dos seudociencias, como la adivinación y la fisionómica, a dos ciencias como el derecho y la medicina, y atribuir la heterogeneidad de tal asimilación a nuestra distancia, espacial y temporal, de las sociedades de las que venimos hablando. Pero sería una conclusión superficial. Algo había que unía de verdad, en la antigua Mesopotamia, a estas diferentes formas de conocimiento (siempre que no incluyamos en tal grupo a la adivinación inspirada, que se fundaba en experiencias de tipo extático). Había una actitud, orientada al análisis de casos individuales, reconstruibles sólo por medio de rastros, síntomas, indicios. Los propios textos de jurisprudencia mesopotámicos, en lugar de consistir en la recopilación de diferentes leyes u ordenanzas, se basaban en la discusión de una casuística muy concreta. En resumen, es posible hablar de paradigma indicial o adivinatorio, que según las distintas formas del saber se dirigía al pasado, al presente o al futuro. Hacia el futuro, se contaba con la adivinación propiamente dicha. Hacia el pasado, el presente y el futuro, todo a un tiempo, se dispone de la sintomatología médica en su doble aspecto, diagnóstico y pronóstico. Hacia el pasado, se contaba con la jurisprudencia. Pero detrás de ese paradigma indicial o adivinatorio, se vislumbra el gesto tal vez más antiguo de la historia intelectual del género humano: el del cazador que, tendido sobre el barro, escudriña los rastros dejados por su presa.

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