Democracias fallidas

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Hoy en día nos estamos enfrentando con un nuevo problema que son las democracias fallidas: aquellas en las que los gobiernos de turno han resumido las prácticas democráticas al acto eleccionario para que podamos volver a elegir a nuestro futuro dictador por los próximos cuatro años, corrompiendo a una parte importante de la ciudadanía a través de promesas imposibles de cumplir y fomentando el clientelismo, que transforma un derecho en una gracia, con el fin de alcanzar los votos necesarios que les permitan acceder a la reelección indefinida.

Pseudo democracias en las que en el ámbito político no se respeta la Constitución, la República, el federalismo, ni la independencia de los tres poderes; en las que los jueces no son independientes sino que responden a los intereses del Poder Ejecutivo y del partido gobernante, y en las que predomina un avance permanente del gobierno sobre las libertades individuales, la libertad de expresión, el derecho al disenso, y un avasallamiento de los derechos de las minorías que son la base del espíritu democrático.

En lo económico, estas democracias fallidas promueven un sistema pseudo capitalista en el que el gobierno interviene en los mercados alentando el proteccionismo y distorsionando los precios y la ley de la oferta y demanda. No combate los monopolios y los oligopolios sino que los promueve y fomenta para que los ganadores sean siempre los empresarios amigos del poder -que son a su vez los principales beneficiados con los contratos de obra pública-. Gobiernos que no paran de imprimir moneda espúria -sin respaldo- para financiar, entre otras cosas, un gasto público descontrolado y empresas estatales deficitarias, generando altas tasas de inflación que siempre perjudican a los más pobres, y que le otorgan al sistema financiero y a los banqueros patentes de corsarios para que puedan enriquecerse a través de la emisión de títulos y acciones “basura” que después son rescatadas con fondos públicos. En definitiva, gobiernos que defienden los privilegios de unos pocos para mantenerse en el poder a costa del bienestar de la sociedad en su conjunto.

En 2012, en Estados Unidos, dos profesores, Daron Acemoglu y James Robinson, publicaron el libro ¿Por qué fracasan los países?. Allí plantean una pregunta que se viene haciendo el pensamiento social, histórico y económico desde siempre: ¿Por qué fracasan las naciones? Y al tratar de responder este interrogante, acuñan un concepto muy interesante. Ellos hablan de clases dirigentes extractivas”, es decir, clases políticas y dirigencias que gobiernan de tal manera que, en vez de desarrollar a las sociedades, de un modo u otro, les “chupan la sangre”. Y eso sucede no solamente desde el punto de vista material y económico, sino también desde el punto de vista de las capacidades, las libertades y la creatividad.

Acemoglu y Robinson, con sólidos argumentos, desechan la situación geográfica o cultural como factores de empobrecimiento y se centran en las consideraciones políticas como elemento esencial del estancamiento económico o de la vuelta atrás después de un período, más o menos largo, de prosperidad. Pues son las instituciones políticas las cuales determinan a la postre quién tiene poder en la sociedad y el uso que hace de él, demostrando la sólida unión que existe entre las diversas formas de ejercer la política y la prosperidad o pobreza de las distintas naciones.

En su argumentación, estos autores definen dos tipos de instituciones políticas: extractivas e inclusivas. Las instituciones políticas inclusivas son, según Acemoglu y Robinson, aquellas que están suficientemente centralizadas a la vez que son pluralistas. Mientras que las extractivas son las que concentran el poder en manos de una élite reducida que acaba extrayendo los recursos del resto de la sociedad, de manera que la riqueza que acumulan en lo económico les ayuda al final a consolidar su poder político. Un bucle de muy difícil ruptura como demuestra la historia.

De acuerdo con los autores que comentamos, este tipo de instituciones, aunque diferentes en sus formas, son el origen del fracaso de los países, con el añadido de que cuando existen élites extractivas, siempre aparecerán suficientes incentivos para que otros luchen por sustituirlas. Esto supone que las luchas internas y la inestabilidad creada por conflictos políticos permanentes se convierten en los rasgos inherentes de las instituciones extractivas. Instituciones que son el origen de fuertes ineficiencias que, al final, anulan la centralidad política y llevan al fracaso por la vía de la falta de respeto a la ley, lo que provoca la evidente consecuencia de la ruptura del orden establecido y del caos.

La clave del éxito, por el contrario, está en mantener una pluralidad efectiva. Es decir, en consolidar las suficientes opciones políticas, con absoluto respeto a las reglas del juego, y sin perder el control central en las tareas propias del Estado. Sin un efectivo grado de centralización, según Acemoglu y Robinson, un Estado no podrá representar su papel de imponer la ley y el orden, y mucho menos de fomentar y regular la actividad económica.

La historia es persistente en demostrar que la riqueza de las naciones tiene mucho que ver con las instituciones políticas inclusivas, que son las que están suficientemente centralizadas y son pluralistas. Pero cuando falle alguno de estos propósitos se entrará en las políticas extractivas cuyos negativos efectos son bien conocidos.

En ese incentivo por engordar a la clase dirigente a costa de la sociedad a la que debería representar no habría grietas. Si uno observa y trata de investigar los sótanos de poder de muchos países latinoamericanos, en los últimos 20 años empieza a advertir que -en esos sótanos- hay continuidades y pactos entre facciones políticas de todos los partidos políticos que se enfrentan en la superficie muy dramáticamente y con mucha estridencia, pero que, en el momento de tener que votar leyes que tocan sus bolsillos, terminan las disidencias y votan en bloque para defender sus propios privilegios e intereses de casta.

La paradoja más grande se presenta cuando se analiza el resultado de estos modelos de gobierno y las consecuencias de sus políticas en el largo plazo, porque queda claro que terminan perjudicando a aquellos que supuestamente eran los grandes beneficiarios de dichas políticas.

Nadie cuestiona la necesidad de que se otorguen subsidios a aquellas personas que por su condición lo necesitan, especialmente a las poblaciones en riesgo como lo pueden ser los ancianos, las madres solteras o de familias numerosas, las personas con capacidades especiales, los niños, o los integrantes de los pueblos originarios. Y también que se otorguen subsidios a personas en situación de pobreza durante el tiempo que lo necesiten.

Pero al mismo tiempo, es necesario fomentar la inclusión a través de la educación y la capacitación de todas aquellas personas que reciben un subsidio y que están en condiciones de trabajar, para que en algún momento estas personas puedan acceder a la posibilidad de tener un trabajo digno y de esa forma sumarse a la masa laboral que crea riqueza económica y contribuye tanto al bienestar personal como de la sociedad en su conjunto. Porque tener un trabajo es mucho más que simplemente percibir un ingreso. El trabajo no solo dignifica sino que además brinda infinitas oportunidades de desarrollo personal, social y de creación de comunidad.

Solo de esta forma éstas personas que antes estaban excluídas podrán sentirse útiles y gozarán de la libertad que brinda el saber que son capaces mantenerse por sí mismas. Porque es claro que el clientelismo impone su lógica de entrega de subsidios a cambio de votos, y de esa forma no solo se pierde la libertad sino también la dignidad.

Declarando a las personas incapacitadas e inútiles se las condena a tener que estar siempre arrodilladas frente al caudillo de turno esperando prebendas y beneficios, y si esta situación se prolonga en el tiempo se terminan generando escenarios como el actual, que muestran a familias en las que conviven dos o tres generaciones que nunca accedieron a su primer trabajo.

Cuando el Estado asume un rol paternalista le quita a la sociedad la responsabilidad de tener que ocuparse del prójimo, y también de los más pobres y los más necesitados, y es de esta forma que se va destruyendo el entramado social quitándoles a los padres la responsabilidad que tienen sobre sus hijos y viceversa.

El mayor éxito de cualquier gobierno es no tener que dar subsidios por desempleo, porque eso quiere decir que todo el mundo tiene trabajo, por lo tanto lo que hay que hacer es fomentar permanentemente la apertura de nuevas fuentes de trabajo y promover el emprendedorismo.

Otro de los problemas del otorgamiento de subsidios por desempleo en forma indiscriminada es que distorsiona el mercado laboral, porque entonces enormes cantidades de personas que están en condiciones de trabajar prefieren no hacerlo. De esa forma se termina encareciendo el costo laboral, porque hay menos personas que buscan trabajo y por ende el valor de los salarios sube en forma ficticia, con lo cual cada vez se vuelve más difícil montar un negocio o una empresa. Entonces aquellos que en condiciones normales estarían interesados en hacerlo, prefieren no tomar el riesgo por considerarlo excesivo. De esta forma el sistema termina expulsando a los nuevos optimistas que son quienes sueñan con mejorar sus condiciones de vida a partir de desarrollar una actividad comercial en forma independiente.

La fobia de los políticos populistas contra los empresarios ha hecho que cada vez menos personas quiera asumir ese rol y de esa forma se termina reduciendo al mínimo el nacimiento de nuevas empresas. Porque es importante comprender que no todo el que pone un negocio o abre un taller,o una fábrica le va bien; todo lo contrario: detrás de cada negocio o comercio exitoso hay una fila incalculable de fracasos y de personas que han perdido todos sus ahorros en aventuras comerciales fallidas.

Como los subsidios se asignan sin tener que dar ninguna contraprestación a cambio, entonces se declara al otro incapaz y aparece en concepto de la gratuidad, cuando en realidad muchas de las personas que reciben un subsidio están en condiciones de aportar algo a cambio. Temas como la recuperación de los ecosistemas podrían ser perfectamente tareas en las que participen aquellas personas que reciben planes sociales, porque todos tenemos algo valioso para aportar, ya sea tiempo, alegría, esfuerzo físico, cuidado de niños y enfermos, recuperación de espacios públicos, etc.

Y lo mismo ocurre con los empresarios subsidiados de por vida que no tienen que competir con otros actores del mercado.

Supuestamente en defensa de la fuente de trabajo se fomenta la ineficacia, la ineficiencia y la falta de modernización de las formas de producción. De esa forma los consumidores están obligados a tener que comprar cada vez productos más caros y de menor calidad.

Nadie cuestiona que frente a un problema puntual como puede ser una sequía o una catástrofe natural el Estado ayude a determinados sectores, pero si esto se mantiene en el tiempo entonces lo único que va a provocar es el empobrecimiento del conjunto.

A su vez, los subsidios indiscriminados terminan fabricando empresarios corruptos, ineficientes e ineficaces que para sobrevivir no tienen otra alternativa que pagar coimas y corromper a los gobernantes de turno para que no les quiten ese beneficio que se le roba a los contribuyentes.

Es muy importante diferenciar entre lo que son los actos de corrupción y el estado de corrupción, que es cuando la corrupción se generaliza. Un artículo publicado por la revista virtual Agenda Oculta de la fundación argentina La Alameda, desarrolló el concepto de "megacorrupción", definido como la condición generada por empresarios inescrupulosos, funcionarios públicos deshonestos, asociaciones ilícitas nacionales y el delito organizado internacional que les permite capturar el Estado para apropiarse de sus recursos y bienes públicos, imponerse en el mercado para obtener beneficios a partir de negocios ilícitos y crear la condiciones para las posteriores acciones de blanqueo de dinero, bienes e imagen.

Es decir, se presentan condiciones de megacorrupción cuando el contexto transaccional en una comunidad se da a través de transacciones dañinas para la consolidación de un marco ético, sumado a un estado generalizado de parainstitucionalidad que avasalla la institucionalidad que rige al Estado y al mercado y, finalmente, resta condiciones al sistema republicano y democrático que debe asegurar un pleno ejercicio del poder ciudadano. Ya son muchos los países en los que el flagelo de la corrupción a nivel gubernamental se ha generalizado en un grado tal que los analistas no dudan de calificar a estas situaciones como “terrorismo económico de estado”.

Lo mismo sucede con los subsidios a la energía a las empresas de transporte público, que lo único que fomentan es la existencia de empresarios ricos y empresas quebradas que exponen a sus clientes a accidentes permanentes por la falta recurrente de inversión de capital. De esta forma, en vez de subsidiar a los pobres, se termina subsidiando a los ricos.

Por eso es que la competencia es tan importante: porque la supervivencia de los que logran producir a precios más bajos en forma más eficiente y eficaz son los que sobreviven y los que permiten que los precios sean cada vez más baratos, cosa que beneficia directamente a los consumidores.

Actuando del modo en que lo hacen, los gobiernos se aseguran los votos, pero ¿a qué costo? Al costo de que la gente comience a comerse el futuro, a costo de cortar la rama en la que estamos sentados. En el largo plazo nos empobrecemos todos porque la torta se achica cada vez más y se vuelve un alfajor y el alfajor una galletita.

Para poder distribuir riqueza primero hay que crearla.

Algo similar sucede con las empresas del Estado que pierden plata, ¿por qué no viene una empresa privada a perderla? ¿Por qué tenemos que subsidiarle los pasajes aéreos a los ricos con nuestros impuestos? Porque los toman aviones son los ricos, no los pobres que apenas pueden moverse de donde están y algunas veces ni siquiera eso.

Y ni hablar de la importación de pobres de otras regiones del mundo cuando ni siquiera podemos ayudar dignamente a los que ya tenemos. Porque esos nuevos pobres inmigrantes vienen a competir con nuestros pobres en la obtención de un subsidio o de un primer trabajo, entonces al haber más oferta bajan los valores de los sueldos y nuevamente se entra en los círculos viciosos. De esta forma se excede la capacidad de carga del sistema gratuitamente.

¿Cómo se sale de esto?

Con políticas que más allá del subsidio se centren en la promoción y creación de puestos de trabajo; con nuevas empresas eficientes que compitan en el mercado y creen valor económico, social y ambiental. Solo a través de una masa importante de empresas que se enfoquen en este paradigma de triple resultado es que vamos a lograrlo.

También tejiendo alianzas con organizaciones del sector social, comprendiendo que son éstas organizaciones las que mejor saben cómo solucionarle los problemas a la gente. Pero no creando organizaciones adictas, sino reconociendo y empoderando las que ya existen y han demostrado vocación y esfuerzo para transformar la realidad y que a pesar de todo y contra viento y marea lo están consiguiendo.

El problema de las democracias fallidas es que terminan convirtiendo un país en territorio y llevan a la anarquía o el totalitarismo.