Resiliencia

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La palabra resiliencia deriva del latín “resiliens”, “entis”, que significa “que salta hacia arriba”, y en su acepción general se la describe como “elasticidad”. Por otro lado, se menciona que la definición del término proviene del campo de la física, refiriéndose “a la capacidad de un material de recobrar su forma original después de haber estado sometido a altas presiones”.

Resiliencia es un término empleado en ecología de comunidades y ecosistemas para indicar la capacidad de estos de absorber perturbaciones, sin alterar significativamente sus características de estructura y funcionalidad, pudiendo regresar a su estado original una vez que la perturbación ha terminado. Por regla empírica general, se ha observado que las comunidades o los ecosistemas más complejos –que poseen mayor número de interacciones entre sus partes–, suelen poseer resiliencias mayores, ya que existe una mayor cantidad de mecanismos autoreguladores.

La capacidad de resiliencia de un ecosistema está directamente relacionada con la riqueza de especies y el traslado de las funciones ecosistémicas. Es decir que un sistema en el cual sus integrantes tengan más diversidad y número de funciones ecológicas, será capaz de soportar de mejor manera una perturbación específica.

Para calcular la resiliencia en un intervalo determinado de tiempo se realiza el cociente entre las medidas antes y después de la perturbación de cualquier variable descriptora del ecosistema.

La resiliencia en el campo social y humano

Los especialistas señalan: "La resiliencia es la capacidad del ser humano de sobreponerse a sus dificultades y, al mismo tiempo, aprender de sus errores". En forma similar, mencionan: "Al hablar de resiliencia humana se afirma que es la capacidad de un individuo o de un sistema social de vivir bien y desarrollarse positivamente, a pesar de las difíciles condiciones de vida y más aún, de salir fortalecidos y ser transformados por ellas".

Se puede observar que estas definiciones aluden a cierta capacidad humana para dar una respuesta afirmativa a determinadas condiciones materiales y subjetivas adversas. Esta resulta una característica muy antigua de los múltiples grupos humanos en su afán de supervivencia y adaptación a los distintos espacios físicos-naturales que han ocupado, logrando establecerse y desarrollarse incluso en las condiciones más agrestes (de clima, pisos ecológicos, topografía, suelos, etc.), y, asimismo, afrontando diversas disputas con otros grupos humanos por el control y manejo del territorio y los recursos disponibles.

Este proceso evolucionó durante miles de años, de forma tal que los distintos grupos humanos pudieron desarrollar las capacidades de observación y aprendizaje (prueba-ensayo-error), lo que les permitió generar conocimientos y tecnologías, y distintas formas de organización social para el manejo de los diversos ecosistemas (por ejemplo, para la agricultura, ganadería, bosques, acuicultura, etc.), la producción alimentaria y la satisfacción de sus necesidades básicas. Al respecto, se señala que el concepto de resiliencia permite explicar este grado de respuesta y capacidad de adaptación de los distintos grupos humanos a las condiciones adversas y variadas que le ha tocado enfrentar, y junto a lo cual se proponen como otros rasgos complementarios de soporte muy importantes: la identidad cultural y los valores e historia. Es decir, rasgos que están muy relacionados con los espacios ocupados por estos grupos y que ha dado paso a lo que otros investigadores denominan como “sentido de pertenencia territorial”.

Este rasgo característico se acentúa cuando es resultado de una expresión grupal de pertenencia sobre el espacio físico, manifestándose con mayor claridad en el ámbito de lo colectivo. Algunos sostienen que esta condición ha facilitado el desarrollo de una “conciencia colectiva sobre el territorio”, es decir, un sentido colectivo de pertenencia territorial, y que, por consiguiente, puede contribuir al desarrollo de una denominada “autoestima colectiva”.

Según lo señalado, podemos decir que estos elementos se constituyen en determinantes del grado de resiliencia de las poblaciones locales en su proceso de adaptación y sobrevivencia en el espacio y tiempo (a través de la historia).

Estas concepciones nos permiten entender el concepto de resiliencia “como la capacidad, el potencial o la habilidad de un sujeto, grupo doméstico o sistema social de adaptarse, y hacerse superior a la adversidad para continuar su proyecto de vida en el mundo”. Según este orden de ideas se desprende una secuencia lógica de “capacidad-adaptación-construcción-finalidad”.

Sin embargo, existen otros alcances de la resiliencia y que constituyen una ruta idéntica que también sigue la inteligencia en su proceso de expresión del ser. Se trata del aspecto denominado como “inteligencia resiliente, que no se manifiesta exclusivamente en los organismos superiores sino también en especies inferiores como las plantas y animales. Con esta hipótesis se propone que la “inteligencia resiliente” se da no sólo en las situaciones de crisis, si no también en las motivaciones propias y más profundas del ser.

Alcances conceptuales de la “resiliencia” en el campo ambiental

Sobre la resiliencia encontramos similitudes en las consideraciones planteadas desde el campo de las ciencias sociales y humanas. Sin embargo, nos interesa también referirnos a sus alcances conceptuales en el campo de las ciencias naturales.

Desde el enfoque de ecosistemas se le consigna una definición similar a la mencionada en el campo de la física, es decir: “El grado con el cual un sistema se recupera o retorna a su estado anterior ante la acción de un estímulo”.

Por otra parte, es importante recordar que en el contexto global actual resulta cada vez más difícil hablar de ecosistemas naturales (entendidos en estricto como espacios no intervenidos por el hombre), porque cada vez son más los ecosistemas intervenidos, sea en mayor o menor grado, por las diversas actividades humanas.

Esta situación nos plantea algunos interrogantes a considerar con respecto al grado de resiliencia de un ecosistema natural:

• ¿El grado de resiliencia de un ecosistema natural es medible y es el mismo cuando es intervenido por el hombre?

• ¿De qué magnitud de perturbación del equilibrio del ecosistema hablamos cuando este es antropizado?

• ¿La intervención humana, independiente de su magnitud, es siempre negativa en todo ecosistema natural o no necesariamente?

• ¿El grado de resiliencia de un ecosistema tiene umbrales cuando es intervenido por la actividad humana?

• ¿De qué factores depende el mayor o menor grado de resiliencia de un ecosistema natural con respecto a uno antropizado?

• ¿En qué medida el grado de resiliencia de los ecosistemas (naturales y antropizados) determina condiciones favorables o desfavorables en los procesos de desarrollo de las comunidades locales?

• ¿Existe alguna correlación entre el grado de resiliencia de los ecosistemas y la calidad de vida y desarrollo de las comunidades locales? Estos interrogantes nos ponen a consideración algunas ideas iniciales que intentaremos presentar a continuación.

Con respecto a las posibilidades de sostenibilidad de los ecosistemas y su grado resiliencia, sabemos de las graves implicancias ambientales que han tenido los modelos de desarrollo convencional (basados en indicadores de crecimiento económico), y que como resultado han incidido en las denominadas crisis ambientales y energéticas y, por lo tanto, en los desequilibrios ocasionados en los diversos ecosistemas a nivel mundial.

El economista mexicano Enrique Leff sostiene que uno de los elementos más importantes de perturbación del equilibrio de los ecosistemas naturales actuales es el “proceso de acumulación capitalista”. Afirma que la racionalidad capitalista induce a la desestabilización del comportamiento natural de los ecosistemas, es decir, ejerce una mayor presión económica sobre el ambiente. Sin embargo, al respecto también menciona que existe una respuesta natural de los ecosistemas a estos desequilibrios, y que depende de dos cualidades principales: “su resiliencia hacia las perturbaciones externas y su estado actual de conservación y salud”.

Con respecto a la primera cualidad, Leff sostiene que “la resiliencia de un ecosistema es su capacidad para mantenerse en un estado similar a las condiciones de equilibrio estable”. Y con respecto a la segunda cualidad, agrega: “…el estado de salud o conservación se refiere al nivel actual del ecosistema en relación con dicho estado de equilibrio.” Por consiguiente, sostiene “que la resiliencia de un ecosistema es máxima en aquellas regiones en las que la productividad, el tamaño de los nichos de las comunidades y las fluctuaciones del medio son suficientemente grandes, y se reduce al disminuir cualquiera de esos elementos. De esta forma, la resiliencia máxima se da en las zonas templadas y disminuye mucho en el trópico”.

En nuestro análisis, es evidente que las actividades humanas de “alta intensidad” en determinados ecosistemas –sobre todo cuando están relacionados con procesos productivos asociados al uso de “tecnologías duras” (de alto riesgo de contaminación) para la extracción-transformación de los recursos naturales y la producción de bienes y mercancías, así como en los desechos generados por estos procesos productivos o por sus formas de consumo–, pueden ser radicalmente diferentes con respecto a las actividades humanas de “baja intensidad” en ecosistemas similares, en los que, por el contrario. priman patrones sociales y productivos con procesos y “tecnologías blandas” (de menor impacto ambiental, innocuas y de nivel primario a intermedio), destinados principalmente a cubrir necesidades de menor magnitud.

Por otra parte, además de la localización indicada por Leff como una posible condición de incidencia en el grado de resiliencia de los ecosistemas (es decir, mayor resiliencia en las zonas templadas y menor en el trópico), es probable que también incidan la escala y la temporalidad de la actividad humana sobre el espacio natural intervenido (y los ecosistemas que comprendan dicho espacio), así como de los procesos tecno-productivos aplicados. En realidad, intervendrán distintos factores (principalmente externos), que en determinado momento pueden catalizar procesos ascendentes o descendentes en el grado de resiliencia y estabilidad de los ecosistemas.

Así también, existen diversos estudios principalmente de las ciencias ecológicas, que evidencian claramente que los ecosistemas más complejos y diversificados son los que tienen mayor estabilidad y capacidad de regeneración y de operar distintos mecanismos dinámicos de equilibrio, en comparación con los ecosistemas más simples, es decir, los más artificializados (antropizados).

Por lo tanto, podemos suponer que la resiliencia de un ecosistema natural es mucho mayor cuanto menor es su grado de antropización, y será mucho menor cuanto mayor grado de antropización tenga. Según ello podemos explicar en parte por qué determinados desequilibrios ambientales, sobre todo los producidos por la actividad humana, no han podido, o aún no pueden ser revertidos por completo por la naturaleza por sí sola.

Es probable que la resiliencia ambiental tenga límites en tanto los modelos de desarrollo convencional sigan priorizando el crecimiento económico y tasas crecientes de extracción del stock natural, sin considerar su condición de finitud ni los costos de internalización por las externalidades ambientales negativas causadas.

Lo cual, por cierto, pone a consideración la necesidad de cambiar este enfoque tradicional y de aspirar a lograr la sustentabilidad/sostenibilidad en el marco de modelos de desarrollo –como el desarrollo sostenible– que proponen un enfoque alternativo para revertir estos problemas.

Al respecto, existen importantes iniciativas de algunos países y de organizaciones de la cooperación al desarrollo, redes ambientalistas y otras entidades públicas y privadas y de la sociedad civil, para lograr, por ejemplo, el cumplimiento de acuerdos internacionales en torno a problemas álgidos como el calentamiento global, la conservación de la biodiversidad, la reducción de la capa de ozono, la desertificación, etc., y en torno a los cuales vienen logrando algunos avances importantes. Sin embargo, en el contexto global y debido a los fuertes intereses corporativos del capital financiero, resultan por cierto insuficientes.

La resiliencia como indicador del desarrollo sostenible

Carmenza Castiblanco señala que para los ecologistas la sostenibilidad requiere establecer relaciones dinámicas y a escalas mayores entre los sistemas económicos y los ecológicos, para así asegurar que la vida humana continúe en forma permanente y de acuerdo a la diversidad de culturas que existen, y donde, por consiguiente, los efectos de las actividades humanas no rebasen límites ambientales que destruyan o minimicen la diversidad, la complejidad y las funciones propias de los ecosistemas (que son justamente las que soportan la vida de los distintos organismos).

Acotamos que este criterio de sostenibilidad debe orientar políticas, estrategias y acciones concretas conducentes hacia su finalidad mayor: el desarrollo sostenible. Al respecto, Castiblanco cita a Charles Perrings y Mick Common, quienes afirman que “la sostenibilidad ecológica no es un estado que puede ser definido por simples reglas. Se puede decir que es más bien la resiliencia del sistema la que debe ser mantenida en el tiempo”. Es decir, en un sentido similar a lo señalado por Leff, se refieren a la capacidad de estabilidad y de equilibrio de los ecosistemas en un horizonte de temporalidad.

Con respecto a la sostenibilidad, Common y Perrings señalan que la estabilidad y la resiliencia resultan dos conceptos claves: “La estabilidad se refiere a la capacidad de las poblaciones para retornar al equilibrio, después de ocurrida alguna alteración de los ecosistemas. La resiliencia es un concepto más amplio que mide la propensión de los ecosistemas a mantener sus principales rasgos después de una alteración”. Y añaden que “la resiliencia está relacionada con la diversidad sistémica, con la complejidad y la interconexidad, sugiriendo que los impactos humanos que reduzcan esas propiedades deben ser evitados”.

Por lo tanto, podemos suponer que para aplicar el criterio de sostenibilidad al desarrollo es necesario previamente considerar el grado de resiliencia y estabilidad de los ecosistemas, tener claridad que determinados modelos de desarrollo (sobre todo los que priorizan la variable económica) pueden ser contrarios a la posibilidad de sostenibilidad de los mismos (sobre todo de los ecosistemas antropizados, que son los más frágiles) si es que no existen criterios de racionalidad ambiental en el uso de los recursos naturales y umbrales razonables de extracción del stock natural disponible en los espacios de intervención (es decir, considerando su temporalidad y los costos de reposición si son recursos renovables o no renovables). Nos referimos a que ya no sólo se privilegia el crecimiento económico per se sino con relación a su interacción con las otras variables del campo ambiental y social, en ámbitos territoriales.

Siguiendo el análisis, Castiblanco menciona que se nos presenta una disyuntiva al querer establecer nuevas formas de relacionamiento entre lo que denomina el capital natural (la atmósfera, la estructura del suelo, la biomasa vegetal y animal, las poblaciones de peces, los depósitos de petróleo, minerales, etc.) y el capital económico (la maquinaria, la infraestructura, la mano de obra, el conocimiento, etc.).

Señala también que el dilema se da entre quienes sostienen, por un lado, que el Estado debe intervenir e invertir en conservar el capital natural y el soporte de la vida como factor primordial de desarrollo (enfoque ambientalista) y, por otro lado, quienes sostienen que el Estado no debe intervenir en forma preponderante, sino que es el libre mercado y la propiedad lo que debe primar (enfoque libertario).

En tal sentido, si bien esta disyuntiva ya no resulta tan nueva en el debate –considerando la evolución del tema en, por lo menos, las últimas cuatro décadas–, se sigue planteando el dilema de cómo mantener este capital natural sin dejar de considerar el capital económico en una perspectiva de desarrollo equilibrado (si cabe el término). Es decir, se plantea la siguiente cuestión: ¿Cómo operar para que en una perspectiva de desarrollo sostenible la interacción entre sistemas económicos y ecológicos –y también los sistemas sociales–, no afecten de forma negativa la resiliencia de los ecosistemas en el tiempo?

Al respecto, ciertamente existen otras consideraciones sobre cómo los modelos tradicionales de desarrollo vienen impactando directamente en el deterioro y desequilibrio de los ecosistemas y, por lo tanto, en los medios y calidad de vida de las poblaciones locales (sobre todo de las más pobres). De ahí la importancia de internalizar nuevos criterios de valoración ambiental en los procesos de desarrollo.

Si nos referimos al desarrollo sostenible, incorporamos necesariamente las tres dimensiones de interacción: en el campo económico, social y ambiental. Por ello, el concepto de resiliencia entendido en el campo ambiental y social resulta clave como un indicador para una mayor comprensión en los procesos de diagnóstico y, por lo tanto, en la caracterización sistémica de la dinámica de los ecosistemas al nivel espacial-territorial: las interacciones e intercambios posibles entre los sistemas sociales y naturales (sus criticidades y potencialidades).

Es a partir de estas consideraciones, entre otras referidas al ordenamiento del territorio, que se podrán articular procesos de planificación concertada y con participación social para la gestión integrada de los ecosistemas en el corto, mediano y largo plazo.

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