¿Estamos dejando a los jóvenes sin el poder de la memoria?
Los dispositivos digitales ofrecen grandes bancos de datos, pero nos desacostumbran del ejercicio de conectar e interpretar la información.
Imaginemos esta escena: tres generaciones viajan en auto por la ruta. No hay radio, ni celulares, ni Bluetooth. Están solos con ellos mismos. El abuelo recita poesías, canta tangos, cita a próceres argentinos y a filósofos universales, todo de memoria. No es erudito ni académico, pero estudió en la época de oro de la escuela pública argentina. El padre admira esa cultura enciclopédica, pero él mismo se anima con letras completas del rock nacional, recuerda fragmentos del Martín Fierro y sabe la Marcha de San Lorenzo de principio a fin. El nieto, que ya cursa en la universidad, es incapaz de recordar una sola estrofa o párrafo de alguna cosa y hasta se pregunta qué sentido tuvo memorizar el abecedario “si en el teléfono está todo”.
Hay una generación que ha dejado de ejercitar la memoria o la ha delegado en dispositivos digitales. Con sus abuelos se apagarán aquella música, aquella poesía, aquellas citas célebres que antes se llevaban en la cabeza y que ahora quedan archivadas en el chip del celular. ¿Estamos perdiendo la memoria? Y si así fuera, ¿cuáles serían las consecuencias?
Ahora la escuela desprecia la mecánica repetitiva. Antes, no solo había que memorizar las tablas y las preposiciones; se aprendían de memoria poemas completos, páginas de literatura clásica y todo el cancionero patrio. Pero también se ejercitaba la memoria fuera de las aulas. En cualquier sobremesa se recitaban de corrido las formaciones de los equipos de fútbol o se hacían espontáneas competencias de refranes. Cualquiera guardaba en su cabeza una agenda de números telefónicos o un pequeño GPS con el nombre de calles y avenidas. Hasta se cultivaba el arte de contar cuentos costumbristas que se enriquecían y coloreaban en la transmisión oral. Esa gimnasia se ha perdido, con consecuencias que tal vez no hemos llegado a dimensionar. No es aventurado sospechar que la falta de memoria nos empobrece y nos limita; nos quita herramientas y nos dificulta la comprensión del pasado, pero también del presente y del futuro.
Las nuevas pedagogías han desterrado el aprendizaje de memoria para proponer técnicas que se suponen “más amigables” y “menos autoritarias”. Los resultados están a la vista: los alumnos se llevan cada vez peor con las matemáticas, la ortografía y la gramática. Los jóvenes hoy tienen dificultades para recordar la letra del Himno Nacional.
Ante una competencia cada vez mayor por captar nuestra atención, tenemos una memoria más dispersa, menos predispuesta a la concentración y la profundidad. Google es un gigantesco y fenomenal banco de datos, pero nos desacostumbra del ejercicio de conectar e interpretar la información. La memoria digital es una memoria ajena, que no vive en nosotros y que, aunque creamos “tenerla” en el celular o en la tablet, nos despoja de cierta riqueza interior, achata nuestros pensamientos y el diálogo con nosotros mismos y con los demás. Hoy cualquier discusión de sobremesa se zanja de manera tajante y exprés con una búsqueda en Google. Pero eso nos priva de la oportunidad de equivocarnos, de buscar respuestas en nosotros mismos, de imaginar, de asociar, de acercarnos a una certeza a través del diálogo o incluso del desacuerdo y la polémica. La falta de esfuerzo para encontrar la respuesta disminuye, a la vez, el registro y la memorización de contenidos.
Los dispositivos electrónicos son un factor determinante del debilitamiento de nuestra memoria individual. Leer en papel o en pantalla no es lo mismo. Lo ha explicado el gran maestro Guillermo Jaim Etcheverry: “Lo leído en los dispositivos da la sensación de diluirse en el espacio y en el tiempo, mientras que el libro transmite permanencia. En las pantallas, las letras y las palabras parecen huir, mientras que en los libros quedan. La concentración en el libro es más profunda porque, además, no está amenazada por la permanente distracción que surge de las pantallas o, incluso, de los requerimientos de su operación”.
La digitalización ha transformado también la forma de enseñar. En la escuela a la que fueron el padre y el abuelo, las cosas se tocaban. Había un esqueleto humano. Había mapas ajados y con olor a viejo. Había vitrinas con mariposas e insectos disecados. Era, además, una escuela que salía a la calle: iba a museos, a granjas, a fábricas, a archivos y redacciones. En la escuela de sus hijos y sus nietos, todo está comprimido en formato digital. Es una escuela que se ha encerrado en las pantallas, en la que –además– cada vez se escribe menos a mano alzada, la caligrafía es mala palabra y los apuntes en cursiva se reemplazan por grabaciones en el celular. La cultura no se nos mete en la cabeza, se almacena en un giga de memoria. Así, parece más importante que los chicos tengan un “teléfono inteligente” que un “maestro inteligente”.
Una sociedad con memoria frágil es, al fin y al cabo, una sociedad más vulnerable a la manipulación. Tal vez esto tenga conexión con el hecho de que en la Argentina el valor de la “memoria” se identifica con una memoria parcial, una memoria cooptada y hemipléjica.
La memoria ha terminado por ser exclusivamente una memoria política, despegada de la herencia cultural, a la que se asocia, con superficialidad, a un academicismo elitista. Se la ha convertido, además, en un relato sectario y distorsionado del pasado. Ha usurpado el lugar de la historia. La memoria siempre es subjetiva y fragmentada; está atravesada por nuestras emociones y experiencias. Pero no por eso deja de ser fiel a la realidad. Aurora, en la memoria de cada uno, se puede asociar a huellas de nuestra vida escolar, al recuerdo de nuestros maestros, a la felicidad o el sufrimiento que marcó su aprendizaje. Pero para todos empieza igual: “Alta en el cielo un águila guerrera…”.
Hay un fragmento del filósofo George Steiner que vale la pena rescatar. Les dice a los estudiantes: “Aprendan de memoria, noche y día, no con el cerebro, sino con el corazón. Así serán ricos; serán como una nave llena de tesoros. Nadie podrá quitarles lo que sepan de memoria, nadie. La gran cultura rusa sobrevivió por la memoria. En tiempos de Brezhnev, una joven profesora de literatura inglesa fue enviada a prisión por una denuncia falsa. Fue arrojada a una celda sin luz, sin papel, sin lápices. Allí estuvo sola durante tres años. Ella sabía de memoria el ‘Don Juan’ de Byron, un poema muy valorado en Rusia, compuesto por unos 40.000 versos. Lo tradujo de memoria, en la oscuridad, respetando la rima original. Quedó ciega y, cuando la liberaron, dictó su traducción completa, que hoy es considerada una obra maestra.
Ese ser humano es más potente que todas las naciones y los Estados del mundo. Contra un individuo así, ni el fascismo, ni el estalinismo, ni el mercantilismo brutal de este capitalismo agónico pueden hacer nada. Es la omnipotencia de la esperanza, es la omnipotencia del alma humana, mientras en torno a nosotros la escolaridad y la educación universitaria se están convirtiendo en amnesia organizada. No se recuerda ninguna fecha, ninguna obra, ningún nombre, ninguna cita de la Biblia. Por eso debemos alertar a los jóvenes: ‘¡Escuchen!’. Tal vez algún día deban atravesar períodos muy difíciles, pero su memoria los hará fuertes. Creamos generaciones vacías, totalmente vacías, en las que todo puede entrar: la barbarie, la indiferencia. Si hay algo dentro de nosotros, esos nos será de gran ayuda.”
Frente al peligro de la “amnesia organizada”, quizá podamos empezar por aprender y enseñar de memoria este párrafo genial.