¿Por qué pensamos como pensamos y creemos en lo que creemos?

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No hay nada más fácil que el autoengaño.

Ya que lo que desea cada hombre, es lo primero que cree.

Demóstenes (384-322 AC)

Vivimos en un mundo muy complejo. Diversidad de comunidades y formas de relacionarnos han marcado el desarrollo de nuestra especie, han creado riqueza material, cultura y civilización en todo el orbe. Desde nuestra actualidad todo nos parece dado, establecido y casi natural. En nuestro alrededor un sinfín de actos se producen entre nosotros cada día, actos injustos contra determinadas personas, actos de buena moral hacia otras, buenos y malos gobiernos administran nuestra sociedad y, la felicidad es el objetivo de todos nuestros pasos cotidianos.

Pero, ¿qué es la felicidad?, ¿en qué consiste lo justo o lo injusto?, ¿cuándo un gobierno es bueno o malo?, ¿quién determina la moral? Estas son preguntas que comúnmente nos hacemos como sociedad, sobre todo en periodos de crisis personal y colectiva. Ante estos cuestionamientos, damos diversas respuestas individuales, pero que tienen mucho en común con las respuestas de las demás personas.

Podemos decir que la felicidad es el mayor grado de bienestar material y espiritual que el hombre puede lograr, que lo justo es tratar a las personas con la mayor dignidad, que lo bueno o lo malo de un gobierno es la forma en que administra los recursos a favor de toda su población, que la moral es tener principios religiosos o seculares para la buena convivencia con los demás. Una variada cantidad de respuestas pueden ofrecerse y todas pueden satisfacer a quien las emite, pero ¿por qué emite lo que emite?, ¿por qué necesariamente tiene que ser eso la felicidad, la moral, la justicia, lo bueno o lo malo?, ¿por qué esa persona piensa como piensa?

Si a mi alrededor existen formas a través de las cuales nos relacionamos como humanos y mis pensamientos las interpretan de una u otra manera, es preciso preguntarme ¿por qué interpreto de tal manera a mi alrededor? Si pienso, ¿por qué pienso como pienso?, ¿qué condiciona mi conciencia? Si la sociedad tiene una conciencia colectiva, ¿qué condiciona la conciencia colectiva de la sociedad? Estos cuestionamientos se hacen imprescindibles para realmente comprender la forma en que nos relacionamos y desarrollamos como comunidad humana.

Aristóteles, uno de los más grandes pensadores que ha dado la humanidad, sostenía que existían hombres por naturaleza esclavos y hombres por naturaleza libres, y que esta esclavitud era justa y útil para estos últimos. En la actualidad podemos interrogar a un niño de nueve o diez años y preguntarle si es verdad que existen hombres por naturaleza esclavos, y lo más seguro es que nos responda sonriendo que eso es imposible, que los hombres no nacen esclavos, sino que nacen libres.

¿Qué hace que un niño de poca edad pueda contradecir con mucha seguridad el pensamiento del gran Aristóteles? ¿Qué condiciona cada uno de esos pensamientos para hacerlos parecer como lo más natural?

Se nos puede responder que el pensamiento evoluciona conforme al tiempo, que va desenvolviéndose de pensamientos inferiores a unos cada vez mayores, y que estos pensamientos se concentran en la historia de la religión o de la política. Es decir, que todo lo que apreciamos y cómo lo apreciamos depende del desarrollo en sí de las ideas.

Otra respuesta al mismo interrogante nos dice que el pensamiento del hombre no es más que el reflejo de su realidad, tanto natural como social; la formación de nuestra conciencia en base a las múltiples relaciones que se dan entre el hombre y la naturaleza, y el hombre con otros hombres.

Es decir, de manera general, todos los pensamientos de los hombres corresponden a un determinado tiempo y a una determinada forma en que los hombres se relacionan para producir los bienes que necesitan para vivir. Las ideas políticas, religiosas, morales, costumbres y la cultura en general están condicionadas por está forma de relacionarse y por la posibilidad de acceso al resultado obtenido, a saber: el comunismo primitivo, el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo, el socialismo, el capitalismo de estado, etc.

Por lo que no es el pensamiento del hombre el que determina la realidad, sino que es la forma en que este hombre se relaciona con otros hombres en la sociedad la que determina su conciencia. Así entonces podemos entender el pensamiento de Aristóteles y el pensamiento de un niño hoy día referente a la esclavitud.

Aristóteles vivía en una sociedad en la que los hombres entablaban relaciones económicas de esclavitud. Esa era la realidad social, material, y esta realidad se reflejaba en el pensamiento y en las creencias como algo natural, por lo que no es de extrañarnos su postura ante la esclavitud; mientras que cualquier niño de nuestra actualidad difiere de esa postura debido a que vive bajo las condiciones que establecen las democracias republicanas: los derechos humanos, el estado de derecho, la administración de justicia, y la libertad que tienen las personas para ir en la búsqueda de su propio proyecto de vida y de comerciar entre particulares.

¿Por qué siempre creemos que tenemos razón?

El novelista austriaco Franz Werfel una vez dijo: “Para el que cree no es necesaria ninguna explicación: para el que no cree, toda explicación sobra”. Y así es, porque la creencia es la certeza que tenemos sobre un hecho u opinión, cuya verdad admitimos sin pruebas.

En definitiva, creer es dar por cierto aquello que pensamos sin la necesidad de buscar algo que lo refute. Lo que creemos es, entonces, una verdad evidente por sí misma.  

Desde la revolución cognitiva, pensar, pensamos todos. El problema es reflexionar. Muchos que creen reflexionar… sólo piensan. Y basan sus  pensamientos en externalidades. En ideas ajenas ¡o lo que es peor!, meras frases sueltas. Viajar al interior de un mismo no es un trabajo fácil, ni un viaje corto, pero es imperativo decidirse y comenzarlo. Y estudiar y comprender (no dije entender) forma parte de ese viaje que modifica irrevocablemente. Nadie que lo haya hecho sigue a un líder ciegamente. Ni siquiera a un autor. Por eso estudiar Filosofía nunca es estudiar “Historia de la Filosofía”, sino filosofar. Y lo mismo debiera ser con la economía o con la política u otras disciplinas que se encuentran inmersas en un tiempo y en un espacio. No son teorías extrapolables y aplicables siempre e igual. Pero para reflexionar y debatir en serio no solo hay que estudiar, sino también entrenarse para debatir, para conversar con propósito. El propósito de esa reflexión, de aprender, de profundizar en pos de la verdad. No de un vacío e inconducente “tener razón”, donde al final del día no queda nada, porque de nuevo… razón… tenemos todos.

Según Thomas Kuhn, autor del influyente libro La estructura de las revoluciones científicas (1962), un paradigma es una cosmovisión, un conjunto de experiencias, creencias y valores, que afectan tanto al individuo como a la sociedad en la forma en la que perciben la realidad y prevalece en el contexto histórico del momento.

En el lenguaje matemático se denomina axioma. Axioma significa “lo que parece justo” o aquello que es considerado evidente y sin necesidad de demostración. La palabra viene del griego (axioein) que significa “valorar”. Entre los antiguos filósofos griegos, un axioma era aquello que parecía ser verdadero sin ninguna necesidad de prueba.

Creer es dar por cierto aquello que pensamos, sin la necesidad de buscar algo que lo refute. Lo que creemos es, entonces, una verdad evidente por sí misma. Es la certeza que tenemos acerca de una determinada cuestión. No hay dudas o cuestionamientos, ni necesitamos alguna demostración. Es así porque lo creemos.

Tenemos creencias sobre todos los aspectos de nuestra vida, sobre la pareja, el dinero, el sexo, el trabajo, etc. La lista es interminable. Si nos tratan de demostrar que estamos equivocados, no solo no vamos a cambiar de opinión, sino que buscaremos las justificaciones y los argumentos necesarios para defender lo que pensamos y de esa manera, fortaleceremos aún más la creencia que tenemos. Eso explica porque, en la mayoría de los casos, una discusión sobre cuál es el mejor equipo de fútbol o cuadro político no llega a ninguna parte. Cuando se trata de creencias, nadie convence a nadie.

La única manera de modificar o revertir una creencia es cuando nosotros la ponemos en tela de juicio y comenzamos a cuestionarla. No vamos a cambiar una creencia si son los otros los que nos dicen que estamos equivocados.

Por otra parte, la diferencia entre creer en algo y conocer algo es sutil, pero de suma importancia. Muchas veces confundimos nuestras creencias con verdades, repetimos esas creencias como mantras simplificados, casi como un anuncio publicitario que se propaga, y terminamos perdiendo la esencia de los hechos.

Creer es un acto de fe, un acto de voluntad. Saber algo, cuestionarlo y que nos convenza, es buscar verdades. El lingüista estadounidense Noam Chomsky explica que nuestra ignorancia puede ser dividida en problemas y misterios. Los problemas pueden encontrar soluciones de algún tipo, mientras que los misterios, los verdaderos misterios, solo nos dejan la posibilidad de contemplarlos y esperar que se vuelvan un problema.

¿Por qué hay veces que renunciamos gustosamente a la racionalidad?

Todos sabemos que realmente no hay problema en caminar bajo una escalera bien asegurada, que se nos cruce un gato negro, entregarle el salero a alguien directamente en la mano, sabemos que no nos va pasar nada. El rango es amplio: desde creer en la energía sanadora de las piedras y la homeopatía, pasando por terraplanismo, movimiento antivacunas, hasta elaboradas teorías conspirativas, o que la llegada a la Luna en 1969 fue una farsa cinematográfica dirigida por Stanley Kubrick.

En muchos casos, puede ser folclore, tradición, o casi una humorada. Sin embargo, detrás de esa lógica hay datos tales como que el 61% de los chilenos cree en el “mal de ojo”, una superstición muy incrustada en culturas tan distantes como el Medio Oriente y el sur de Chile. Algo tiene que haber en ello si culturas tan diferentes, que no tuvieron contacto directo, pensaron en lo mismo. Y es cierto, en ambas culturas hay un elemento fundamental en común, el ser humano.

Uno puede creer en lo que quiera

Una vez que hemos adoptado una visión o creencia (que la Tierra es plana), adoptamos la información que confirma esa visión mientras que ignoramos y rechazamos todo aquello que la pone en duda (la gravedad o los husos horarios). No percibimos las circunstancias objetivamente, sino que seleccionamos los datos que confirman nuestros prejuicios y, por lo tanto, nos convierten en prisioneros de nuestras suposiciones. Lo interesante de la ciencia, y por lo que la respeto tanto como disciplina, es que solo afirma lo que puede afirmar. Es más, incluso éstas afirmaciones están disponibles a ser cuestionadas con argumentos y evidencia. El resto queda por ser estudiado, analizado y criticado para, idealmente, tener una respuesta lo más confiable posible. Parafraseando a Chomsky, el problema versus el misterio.

Pretender saber cómo funciona la mente humana es arrogancia. Desde la neurociencia, sabemos que la corteza prefrontal es fundamental en la toma de decisiones y cualidades consideradas típicamente humanas, como el raciocinio. Es de hecho, el área del cerebro que para muchos nos diferencia de nuestros parientes simios más cercanos. Un estudio morfológico-conductual realizado con datos recolectados por cerca de 30 años, con pacientes humanos que sufrieron lesiones en distintas áreas de  la corteza prefrontal, muestra cómo la toma de decisiones y diferentes capacidades cognitivas se ven específicamente afectadas dependiendo de la zona que está lesionada.

Desde un punto de vista socio-cultural, todos, sin excepción, somos altamente influenciados por nuestro primer acercamiento a la sociedad; nuestra familia durante infancia. Las conversaciones de sobremesa, el tío radical, la abuela con una visión tradicional de la sociedad, padres censuradores, la hermana(o) contestataria(o), etc. Y es difícil liberarse de esa impronta.

A medida que maduramos, socializamos, y nuestra visión de mundo crece fuera de casa, en el colegio, la universidad, el trabajo, etc. Sin embargo, a pesar de que nuestras opiniones y creencias pueden cambiar a lo largo de nuestra vida, la mayoría de las veces no varían notoriamente. Por eso es que muchas personas solo consumen la prensa que le da la razón a sus ideas.

El ser humano no es un ser objetivo, y nunca lo será. Existe un término en psicología que trata de explicar por qué las personas tienden a creer lo que quieren creer: el sesgo de confirmación. Tenemos sesgos. Unos más que otros, pero todos tenemos sesgos de distintos tipo. Se llaman sesgos cognitivos en la toma de decisiones a aquellos sesgos no aleatorios y por lo tanto predecibles, que se desvía de la racionalidad. Esto llevo a que el Dan Ariely acuñara el término de que el ser humano es “previsiblemente irracional” en su libro titulado de la misma manera (Predictably Irrational: The Hidden Forces That Shape Our Decisions), lectura absolutamente recomendada, además de una TED talk de Dan Ariely.

Existen diversos tipos de sesgos cognitivos, algunos que parecen obvios y de sentido común como el efecto placebo, los estereotipos o el exceso de confianza en nuestros propios conocimientos (en perjuicio de lo que no conocemos sobre un tema).

Sin embargo, otros sesgos cognitivos son más difíciles de detectar, como por ejemplo el efecto de grupo que aumenta las probabilidades de adoptar una creencia que siga la de la mayoría. Está también el efecto avestruz, un tipo de sesgo cognitivo en el que se ignora información peligrosa o negativa, como si no afrontar el problema fuese lo mismo a que no esté (la ignorancia puede ser una bendición para muchos).

Otro sesgo muy interesante, es el de riesgo cero, los seres humanos preferimos la certeza y la seguridad, aunque sea contraproducente o que la probabilidad de ganancia sea considerablemente menor, es mejor tomar la opción segura. Así es como algunos de nosotros van a pagar dinero extra por tener la opción de devolver un pasaje de avión, que disminuye el riesgo a cero, a pesar de que no sea económicamente lo más rentable. En todo momento, tendemos a minimizar el riesgo. Y es justamente una estrategia muy utilizada en marketing.

Finalmente, un tipo de sesgo cognitivo que es cada vez más común en redes sociales y discusiones contingentes, es el tan recurrido sesgo de confirmación, según el cual tendemos a escuchar, leer, buscar e incluso recordar información que corrobora nuestras ideas preconcebidas que nos impide avanzar en la búsqueda de la verdad. Es tanta la información publicada en Internet que siempre vamos a poder encontrar datos que afirman nuestro punto de vista y confirman nuestra posición, por eso es tan importante la honestidad intelectual en el momento de emitir un juicio o una opinión.

La investigación científica es particularmente sensible al sesgo de confirmación. Y es que en general, tendemos a interpretar los datos desde la información que ya conocemos y probablemente en la cual somos expertos. Pero sin buscarlo, estamos obviando información que puede perfectamente dar una hipótesis alternativa. Así es como por ejemplo, ante una misma observación, dos equipos distintos pueden llegar a conclusiones completamente diferentes, basados en su expertise. Nadie está libre de sesgos.

El psicólogo Shahram Heshmat asegura que el sesgo de confirmación suele percibirse con más fuerza en personas tendentes a sufrir ansiedad, que ven el mundo como un peligro. "Por ejemplo, una persona con baja autoestima tenderá a creer que muchas personas no la quieren. Un comportamiento neutro o indiferente por parte de otra persona para ellos pasará a significar odio. Se trata de una forma de autoengaño, lo cual es muy peligroso, pues te adormece de la realidad y te lleva a hacer la vista gorda a la hora de reunir más pruebas que demuestren tu pensamiento".

Aunque en algunas ocasiones el autoengaño es beneficioso, por ejemplo, cuando se trata de enfermedades. Está demostrado que una actitud positiva puede ayudar a enfrentar algunas enfermedades (que no todas) como el cáncer, y existe evidencia limitada de que creer que te recuperarás ayuda a reducir tu nivel de hormonas del estrés, lo que le da al sistema inmunitario y a la medicina moderna una mejor oportunidad de hacer su trabajo.

En resumen, creemos lo que queremos creer. Tratar de confirmar nuestras creencias es natural y en muchas ocasiones buscamos una segunda opinión, menos para conocer la verdad, y más para que alguien reitere nuestra opinión. Por lo tanto, quizá la lección que se saca de todo esto es que, en lugar de buscar aquello que apoye tu teoría deberías buscar aquello que la invalide: esta es una verdadera definición de confianza en uno mismo, la capacidad de mirar al mundo sin la necesidad de buscar opiniones que agraden tu ego.

Por eso es tan importante en la toma de decisiones en grupo que todos los individuos den su opinión. Al fin y al cabo, que para que un juicio esté completo se necesita la visión de varios testigos, pues la realidad es mucho más compleja de lo que nuestros sentidos puedan llegar a creer.

¿Por qué adoptamos estos sesgos cognitivos?

La respuesta no es tan clara, pero en algunos casos es porque somos víctimas de la evolución, de nuestros instintos de supervivencia. Se asume que una persona que viste y se comporta de cierta manera puede ser un peligro, sesgo de prejuicio, porque el costo-beneficio de escapar rápidamente de un depredador es más favorable que no identificarlo como un peligro y morir.

Y en realidad, tiene sentido, pero lo importante es estar conscientes de nuestros sesgos y cuestionar nuestro actuar. En general, ya no funcionamos en la lógica de la presa-depredador, o al menos no todo el tiempo, y podemos darnos el lujo de pensar antes de actuar. Atrevámonos entonces a cuestionar en libertad, o al menos conscientes de nuestros sesgos. Sin embargo, si sospechamos de que pensamos mal, por favor, pensemos poco, porque cuánto más pensemos, más profundo va a ser nuestro error.

Creencia y comportamiento

La palabra en inglés "belief" (creencia) proviene de la palabra alemana gilouben "tener en estima" o "amar". Primero se utilizó en doctrinas religiosas para referirse a la fe en Dios. Hoy en día algunos creen en la suerte, en la vida después de la muerte, incluso –lo que no implica que lo practiquen– en la libertad y la democracia.

Durante mucho tiempo científicos y humanistas asumieron que las creencias religiosas y supersticiones son producto del contexto en el que crecemos. En tal caso, la racionalidad terminaría por destruir esas creencias. Sin embargo, numerosas investigaciones sugieren que creer también es una estrategia de supervivencia.

A lo largo de la evolución nuestros ancestros, y ahora nosotros, nos hemos valido de creencias para darle sentido a un mundo incomprensible y peligroso en el que nos toca suceder. Las suposiciones acerca de cómo funciona el mundo, acertadas o no, reducen la incertidumbre y construyen valores y objetivos comunes que facilitan la cohesión grupal.

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¿Por qué construimos sistemas abstractos de creencias sin pruebas? 

Al parecer, esa es nuestra única opción: creer.

Desde que nacemos, dependemos de otros para enseñarnos sobre el mundo: cómo vivir y sobrevivir. Se nos educa en un lenguaje y dentro de una religión determinada, se nos enseña sobre ciencia y civismo. Asumimos que esos son hechos sobre el mundo, pero simplemente estamos aprendiendo en qué creer. Aún siendo adultos, asumimos automáticamente que lo que nos dicen los demás -–nuestra pareja, amigo o líder– es verdad, particularmente si la idea apela a nuestras fantasías, aspiraciones o instintos reptilianos (sobrevivir, reproducirnos y trascender). Cuando se trata de creer, carecemos de límites. Ya que no podemos salirnos de nosotros mismos y examinar el mundo con otra perspectiva, terminamos por "creer" casi todo lo que nos dicen para darle sentido al mundo "del afuera". En palabras de Daniel Dennett, naturalmente todos somos créelo-todo.

¿Podríamos vivir sin creer?

Si hacemos a un lado todas nuestras creencias, podríamos acabar viviendo en la duda perpetua; por lo tanto, para sobrevivir, es preferible asumir ciertas suposiciones como verdaderas.

Se ha sugerido que hay ciertos genes que nos hacen proclives a tener creencias espirituales, particularmente aquellos relacionados a los sistemas neurotransmisores de dopamina y serotonina en el cerebro. También se ha presentado evidencia que correlaciona factores genéticos con el fundamentalismo religioso. Sin embargo, los genes no hacen que alguien sea musulmán, hindú o católico; las creencias específicas son una decisión individual influenciada por el contexto social y la libertad para escoger.

Si podemos elegir ¿por qué es tan difícil abandonar las viejas creencias?

Los científicos piensan que rechazamos nuevas creencias porque nuestro cerebro ya ha hecho mucho trabajo estableciendo qué deberíamos creer o no. Es decir, han quedado establecidos los circuitos neuronales. Así que nuestros cerebros tienden a rechazar información que no encaja con la experiencia y los conocimientos previos. Mientras más envejecemos, más difícil es modificar nuestras creencias, ello en parte debido a la arquitectura del cerebro envejecido.

No obstante, podemos modificar algunas de nuestras creencias mientras avanzamos en la vida. Nuestras creencias pueden “estar estáticas”, pero “no son” necesariamente “estáticas”. Cada persona tiene el poder biológico para interrumpir las creencias que lo perjudican y generar ideas nuevas. Prueba de ello son los más de 6 mil millones de sistemas de creencias que existen hoy en el mundo. Estas nuevas ideas, a su vez, pueden alterar los circuitos neuronales que gobiernan nuestro comportamiento y nuestra percepción de la realidad, y, en consecuencia, aquello en lo que creemos.

De hecho, la curiosidad y la creatividad nos ayudan a reinventar al mundo cada día, buscando una realidad última a la que llamamos verdad, iluminación o Dios. Sin embargo la verdad es escurridiza para la mente humana. No importa cuánta evidencia recolecte, su conocimiento siempre estará incompleto y será influenciado por su contexto y sus creencias previas.

¿Cómo construir entonces creencias más útiles para nuestra vida?

Lo que podemos hacer es entrenarnos a ser más cautelosos sobre lo que creemos, sin llegar a convertirnos en escépticos: una persona que escoge examinar cuidadosamente si sus creencias son verdad y mantiene la voluntad para considerar ambos lados de un argumento. Alguien que no cree en todo lo que piensa. Por mi parte, si en algo creo, es que este mundo necesita más escépticos. Permítanme terminar esta reflexión con una pregunta: De todas las creencias que tiene ¿cuál le perturbaría más descubrir que es falsa?

¿Qué consecuencias tienen nuestras creencias en nuestra vida cotidiana?

Nada de todo lo que uno piensa o cree es ingenuo, sobre todo porque nuestros pensamientos tienen una enorme influencia en las decisiones que tomamos todos los días. De acuerdo con lo que pensamos y a cómo pensamos, tomamos decisiones vinculadas con nuestra vida personal, profesional, laboral, tanto a nivel individual como colectivo. Todos pensamos lo que pensamos porque en diferentes momentos de nuestra infancia hubo alguien que nos educó y que inculcó en nosotros determinadas ideas y valores que, con el paso del tiempo, fueron influyendo y conformando nuestras creencias y nuestro marco de pensamiento. En este sentido, los medios masivos de comunicación, y en la actualidad los medios interactivos, han contribuido de forma radical en esa tarea.

Lamentablemente, a partir del nacimiento de los medios de comunicación masiva en la década del ’50, la cultura del entretenimiento y la diversión ha ocupado todos los espacios en la imaginación. A esta pandemia se suman la cultura del videojuego, la invasión de la tecnología en la vida cotidiana de las personas y la explosión de las redes sociales, con las consecuencias nefastas que todo esto conlleva.

En su Ética a Nicómaco, Aristóteles nos recuerda que “vivir como hombre significa elegir un blanco y apuntar hacia él con todas nuestras fuerzas, dedicando toda nuestra vida a alcanzar la meta que nos hemos propuesto”. Mientras que al respecto, George Bernard Shaw dijo una vez: “la vida no trata de encontrarte a ti mismo, sino de crearte a ti mismo”.

Para poder cumplir con este precepto, necesitamos desarrollar un marco de pensamiento que nos inspire y aliente a elegir y abrazar un propósito que nos permita ir en la búsqueda de nuestro proyecto de vida y de nuestra propia felicidad. Para poder vivir de forma civilizada y en sociedad, este proyecto debe estar alineado con la ética del cuidado, la ecobioética, la cultura de paz, los derechos humanos y la dignidad, pilares fundamentales del progreso que nos brindan la posibilidad de poder transformar la realidad con sentido e impacto positivo.

Por el contrario, hoy vivimos inmersos en una cultura minúscula, fragmentada, desorientada, alejada del propósito, que se llama la cultura del bienestar. No es que estar bien sea algo malo, pero que nuestra vida tenga como principal objetivo sentirse bien todo el tiempo, es un problema grave, porque detrás de esa postura filosófica se esconden la banalidad, la frivolidad, el nihilismo, un no creer en nada trascendente, que nos impide tener sueños y proyectos de superación tanto a nivel material como espiritual. En definitiva, todas posturas filosóficas que atentan contra la idea de desarrollo personal y colectivo vinculado al progreso, que, como nos explica Luis Castelli, nunca puede ser a costa de.

Este abordaje de la búsqueda de la verdad, muy enraizado en las filosofías orientales que sostienen que tal cosa como “la realidad” no existe, que todo es mente, y que se expresa muy claramente en la cultura New Age basada en el pensamiento mágico y vivir el presente, nos conduce a un relativismo cultural que se instaló en la cultura occidental a principios del siglo XX, y cuyas consecuencias seguimos sufriendo en la actualidad. Porque cuando todo es relativo y no existe orden de ningún tipo, ni divino ni natural, cuando no se respetan ni el fondo ni la forma, se hace presente el mal, cuya naturaleza es dividir, con la destrucción de valor y valores que dicha división conlleva. Esto lo vemos reflejado en la cultura globalizada, inspirada por pensadores como Nietzsche, Gramsci, Sartre y Foucault, inundada por la deconstrucción y la ausencia de búsqueda de sentido que se ven plasmadas en las nuevas ideologías con sus respectivas “agendas”.

Hoy resulta políticamente incorrecto hablar del mal, no solo porque es un tabú del que no se habla, sino porque además hemos heredado del iluminismo una visión romántica del ser humano como un ser racional lleno de virtudes excepcionales. En consecuencia, el criterio de lo políticamente correcto se impuso por sobre la de libertad de expresión, tan característica de los derechos individuales expresados en la Declaración de los derechos humanos universales.

Es verdad que uno no puede ni debe andar por el mundo vomitándole su verdad al otro, ni tampoco avasallándolo, pero otra cosa muy diferente es sentir temor de decir aquello que uno, desde su singularidad, tiene para comunicarle al mundo por miedo a no ser aceptado, querido, valorado o cancelado. Por eso, con mucha razón, el oriental don José Gervasio Artigas decía: “con la verdad no temo ni ofendo”.

No comprender que el agua moja, el fuego quema y que en esta vida todo tiene consecuencias, es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo.

Caso 1: Experimento en los Estados Unidos para demostrar las limitaciones del razonamiento humano.

Hace un año se realizó en Estados Unidos un sencillo experimento que pretendía demostrar las limitaciones del razonamiento humano. Los investigadores mostraron a los voluntarios dos fotografías. La primera reflejaba la toma de posesión de Barack Obama en 2009 como presidente de los Estados Unidos. Se trataba de una foto aérea de la National Mall, la avenida que une el Congreso con la Casa Blanca. Según estimaciones oficiales, aquel día había alrededor de 1.800.000 personas.

La segunda fotografía reflejaba ese mismo momento en 2017. En esta ocasión, el protagonista era Donald Trump. Las autoridades calcularon que aquel día se reunieron apenas 700.000 personas. Tras exhibirles las dos fotografías, se preguntó a los voluntarios en cuál de ellas veían a más gente. El 15% de los votantes de Trump dijo que había más gente en la foto de 2017 lo que, a todas luces, constituía un error manifiesto.

¿Cómo era posible? ¿Acaso los votantes del republicano tenían algún problema de visión? ¿O alguna disfunción cerebral que les impidiera constatar un hecho tan objetivo?

El estudio concluyó que, cuando se tratan temas sensibles (religión, política, ideología), la razón pierde peso en favor de las emociones. Si el 15% de los votantes de Trump hubiera dicho que había más gente en la foto de 2009, estarían reconociendo que su candidato era menos popular y, en definitiva, mucho menos querido por la sociedad estadounidense. Y, lógicamente, eso ponía en tela de juicio su propia identidad como votantes.

Creemos ver el mundo, pero lo que vemos no es sino el marco de la ventana por la que lo miramos”, solía decir el filósofo Ludwig Josef Johann Wittgenstein.

La facultad de analizar hechos y extraer conclusiones es una de las características más notables del cerebro humano. En principio, podríamos pensar que este análisis se ajusta a parámetros racionales. Es decir, cualquier creencia errónea podría destruirse mediante un razonamiento lógico acerca de su equivocación. Sin embargo, el experimento de las fotografías y otros muchos que se han realizado, demuestran más bien lo contrario: la decisión sobre si una afirmación es verdadera o falsa es emocional. Para defender nuestra visión del mundo, vamos razonando de forma inconsciente, descartando unos datos y recogiendo otros, en la dirección que nos conviene para llegar a la conclusión que nos interesa.

¿Por qué ocurre este proceso?

Al parecer, nuestro cerebro crea una experiencia emocional a partir de una creencia. Cuando esa experiencia es positiva, se graba en nuestro cerebro como si tratara de un sabor agradable. Cada vez que nos ofrecen argumentos que refuerzan nuestras creencias, experimentamos esa sensación placentera. En cambio, los argumentos contrarios nos generan una sensación de inquietud y temor. Por tal motivo, estamos cegados a los hechos objetivos cuando demuestran el error de nuestro planteamiento. Esta manera de pensar tiene consecuencias devastadoras en muchos ámbitos de nuestra vida. Así, por ejemplo, en la política, se ha demostrado que a medida que un ciudadano adquiere mayores conocimientos políticos, más sesgada es su lectura de la realidad a favor de sus posiciones. El motivo de reafirmarse en sus planteamientos está relacionado no sólo con la protección de su visión del mundo –“que ganen los míos para que lo nuestro perdure”–, sino también con la fuerza propia de las emociones, que conmueven y crean ilusión, a diferencia de los argumentos que son fríos y más difíciles de explicar. Por tal motivo, los “cazadores de mentiras” de los líderes políticos apenas tienen impacto en el resultado final de las elecciones. Cuando se pregunta a los votantes por las contradicciones de sus líderes, se activan las partes de su cerebro asociadas a la regulación de las emociones y no al razonamiento lógico. En definitiva, los perjuicios nos dan cierto placer y, por tal motivo, nos cuesta abandonarlos y acoger otras ideas que no conmueven nuestro cerebro.

La razón humana que nos llevado a construir una civilización regida por el Derecho adolece de muchas limitaciones. Quizá no nos guste asumir que nuestro comportamiento está, en definitiva, condicionado por las emociones que sentimos hacia una opción política, un equipo de fútbol o una marca de ropa. Los estudios científicos en esta materia nos sitúan frente al espejo y nos muestran nuestras debilidades y prejuicios; en definitiva, nuestra simpleza.

¿Qué criterios tenemos en cuenta para juzgar? ¿Acaso somos libres para decidir? ¿O vivimos esclavizados a emociones que viajan por nuestro inconsciente?

Ya lo decía el Premio Nobel en Medicina Santiago Ramón y Cajal hace muchos años: “Razonar y convencer, ¡qué difícil, largo y trabajoso! ¿Sugestionar? ¡Qué fácil, rápido y barato!”.

Caso 2: ¿Hemos sido libres a la hora de construir nuestras ideas?

Yo creo que no.

Estamos condicionados por nuestro lugar de nacimiento, la época en la que hemos nacido, la clase social a la que pertenecemos, el entorno cultural y religioso, y nuestra genética. Entonces ¡¿cómo es que nos animamos a embanderarnos a una idea?! ¿Cómo se nos ocurre pensar que exactamente nuestra religión o nuestro partido político o nuestra forma de vivir la vida es la mejor? ¿Cómo no somos muchísimo más prudentes a la hora de decantarnos? ¡¿Pero no somos capaces de pensar que lo que tiene éxito en nuestra mente está mediatizado por diferentes fuerzas nada inocentes?!

¿No creen haber sido manipulados por la factoría Disney y su “Lucha por tus sueños”? ¿O por un profesor carismático que te vendió su igualitarismo socialdemócrata en la Universidad? ¿O por la tecnología como solución maravillosa para todo?

Mi experiencia política me dice que desde arriba se piensa que la gente debe pensar una cosa y se pone la maquinaria a funcionar para que terminemos pensándolo, yendo a la cárcel si es necesario (cada vez que veo a un compañero de la universidad de Granada presentarse en conferencias diciendo que estuvo un año en la cárcel por ser objetor de conciencia, pienso, con dolor, que fui yo y otros como yo quienes le metimos la idea en la cabeza para que se inmolara de tal modo). Luego vinieron las campañas a favor de la OTAN, del divorcio, del aborto, de la socialdemocracia, etc.

Estuve en un congreso de ONGs hace un par de años, y en él, un analista de Londres nos dijo: “Miren, ustedes son personas con buena intención que quieren mejorar el mundo, pero la mayoría son intelectualmente mediocres. No quiero insultarlos, sólo quiero contarles que mientras ustedes están aquí con sus buenas intenciones, las empresas más poderosas del mundo, Google, Apple, Microsoft, Amazon, Nike, MacDonald... tienen ojeadores por las mejores universidades del mundo (MIT, Cambridge, Oxford, Harvard, Hong Kong, ni pasan por Madrid...) buscando a las mentes más brillantes, las que son capaces de establecer conexiones alucinantes que jamás intuiríamos, las que son capaces de poner en marcha procesos tecnológicos o comerciales revolucionarios, las que son capaces de cambiar nuestros hábitos y mentalidades, y cuando las encuentran, les ofrecen contratos millonarios y los reúnen a todos para contrarrestar vuestras propuestas humildes y bienintencionadas, y hacer del mundo un negocio del que extraer el mayor beneficio posible”.

A esos nos enfrentamos usted y yo, y los profesores en los colegios y en las universidades, aunque muy posiblemente ya estaremos contagiados de las ideas que ellos hayan querido inocularnos (¡¿cómo puede haber tanta gente comiendo algo que es reconocido mundialmente como “comida basura”?! ¿Necesitamos más ejemplos?!)

En Filosofía se denomina “deconstrucción” al análisis político del proceso por el cual una idea ha llegado a ser. Fíjense que digo “análisis político”: el fruto de nuestro pensamiento tiene que ver con unas fuerzas ideológicas en conflicto que van consiguiendo imponer su credo por oleadas, oleadas que no cubren a todos pero que crean modas.

Esta debe ser la tarea de cualquier persona madura: plantearse cómo ha llegado cada idea a nuestra cabeza, qué inercias y hábitos tenemos que un día asumimos de manera acrítica. Y si se cansan de tanto analizar, al menos tengan la suficiente fuerza intelectual como para sospechar. Hagan de la sospecha su forma de vida: duden de sus certezas y no se abanderen a ningún credo ni posición política. Todo es tan complejo que no hay posición ideológica que lo resuelva todo. (Aunque, debo confesar que esta idea me la ha metido en la cabeza uno de Oxford desde Silicon Valley).


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