El sentido común: la teoría y la práctica
Por Alberto Levy
Resulta frecuente que quienes ocupan posiciones con responsabilidad decisoria dentro de las organizaciones, sostengan que la gestión no se funda en teorías, sino en el sentido común. Cuando se analiza la definición fijada por esos mismos individuos, se descubre que el concepto remite a una colección de esquemas conceptuales no explicitados, surgida de una mezcla de influencias culturales, sabiduría folclórica y hábitos de pensamiento. En estos casos, la principal dificultad para el sistema consiste en no poder explicitar ese saber ni sus modos de construcción, no sólo a fin de analizarlo, evaluarlo y desafiarlo, sino también de transmitirlo o enseñarlo. La situación desafía gravemente la posibilidad de operar un alineamiento cognitivo y hace imprescindible la construcción de un lenguaje coordinador que facilite la explicitación, ya que, sin reflexión, no hay posibilidad de teorizar y, en consecuencia, tampoco de decidir.
Por lo general, los defensores del sentido común identifican la teoría con una amenaza que, en pos del afianzamiento y la aplicación de principios típicos, podría conducir a perder de vista las particularidades del caso, que tan bien conocen gracias a su experiencia. Por lo tanto, se concentran en ésta, tomándola como fuente genuina de elaboración del saber y cimiento de toda decisión. No obstante, esta actitud no evita el problema de explicar por qué los miembros de un mismo sistema desarrollan experiencias diferentes frente a un mismo caso, es decir, por qué no existe alineamiento representacional. Sólo a través de la deconstrucción del sentido común, por medio de un lenguaje que opere como interfaz, puede interpretarse la dispersión cognitiva y realinear el sistema para asegurar la calidad decisional.
Sin lugar a dudas, la atención prioritaria del caso particular resulta legítima y necesaria para el sistema porque es su responsabilidad y la condición necesaria de su supervivencia. Sin embargo, el rechazo deliberado y programático de las teorías y de la necesidad de teorización significa, entre otras cosas, un derroche de recursos –toda vez que, por ignorancia, se dediquen esfuerzos cognitivos y materiales a “reinventar la rueda”–, una renuncia a posibles oportunidades y, por sobre todo, la esterilización del potencial cognitivo decisorio del sistema. De este modo, el sistema se convierte en objeto y paciente de los paradigmas inefables.
La gran cantidad de supuestos difíciles de hacer conscientes y de verbalizar que constituyen el sentido común, hace que suela vincularse estrechamente a éste con la intuición y la percepción. Quiénes sostienen esta visión suelen oponer a esas facultades –supuestamente facilitadoras de datos blandos, eminentemente cualitativos– a la racionalidad, caracterizada por su habilidad para la manipulación de datos duros o cuantitativos (la que hemos llamado racionalidad en sentido absoluto). De acuerdo con nuestro enfoque, rechazamos tomar como punto de partida una dicotomía entre lo intuitivo y lo racional, ya que consideramos que todo producto cognitivo es el emergente sistémico de subdominios especializados e interdependientes. Así, mientras unos aportan la dimensión sintética, simultánea, divergente, perceptual, subjetiva, implícita y creativa, otros contribuyen con la dimensión analítica, secuencial, convergente, detallada, objetiva y explícita.
La intuición no se opone a la racionalidad abordada en nuestro enfoque. Tampoco constituye un procedimiento aleatorio y de adivinanza. En rigor, lo que solemos llamar “intuición” es el producto de una extensa experiencia en el análisis, la identificación de problemas, y en la implementación de decisiones para solucionar esos problemas. Por esta razón, las conductas intuitivas resultan tan bien fundadas o descabelladas como las lecciones de la experiencia que las sustentan (Isenberg, 1984). El desempeño decisorio depende de que el sistema y sus miembros puedan comprender cómo saben lo que saben y cómo piensan y sienten cuando actúan. En esto radica, por una parte, la importancia y el valor de la inteligencia colectiva y del alineamiento cognitivo y, por la otra, el atributo que, según Schon, distingue a la verdadera esencia del profesional: transformar el propio trabajo en un campo de reflexión cognitiva, de generación de meta-cognición. Bajo este concepto, la profesionalidad no se adquiere junto con el título de grado, sino mediante el despliegue de la capacidad de construir modelos y teorías a partir de las situaciones cambiantes y novedosas que se viven en la práctica.
Cuando un sistema interpreta el sentido común como la descalificación de la teorización, obtura la reflexión sobre el significado del problema a enfrentar y el propósito a perseguir, es decir, cancela el desarrollo del proceso decisorio y de su calidad en términos de efectividad y de eficiencia.
Un sistema profesionalizado, en cambio, parte de la convicción de que el hacer, el pensar, el sentir y el decidir constituyen dimensiones complementarias, porque el pensamiento no interfiere con la acción, sino que la potencia. La acción ofrece la ocasión para probar y experimentar los productos del pensamiento, mientras que el pensamiento fija metas, recibe el feedback de la acción, elabora conclusiones, toma decisiones, produce evaluaciones sobre esas decisiones y las reintroduce como imputs de aprendizaje para el comportamiento futuro.
En suma, el rechazo a la teoría equivale a renunciar al deutero-aprendizaje y al enriquecimiento de la metacognición. No prestar atención a la forma en que se interpreta y conoce el medio que el sistema actúa, significa entregarse pasivamente a él.