Reglas básicas para establecer un diálogo interreligioso e interideológico

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por LEONARD SWIDLER

Esta es la versión “clásica” de El Decálogo del Diálogo, escrita antes de la invención de la expresión Diálogo Profundo. También debemos indicar que esta versión enfoca “Los Diálogos de las Manos, el Corazón, y lo Sagrado” –ver “Diálogo Profundo/Pensamiento Crítico/Cooperación Competitiva: La Manera Más Humana de Ser y Actuar,” Journal of Ecumenical Studies, 47,2 (Spring, 2012)–. La primera versión de solamente cuatro reglas básicas se publicó con el título “Reglas Básicas para Desarrollar un Diálogo Interreligioso,” Journal of Ecumenical Studies 15,3 (Summer, 1978), y se convirtió en “El Decálogo del Diálogo: Reglas Básicas para un Diálogo Interreligioso,” Journal of Ecumenical Studies 20,1 (Winter, 1983); el título fue “Decálogo del Diálogo: Reglas Básicas para el Diálogo Interreligioso e Interideológico”. Ha aparecido en no menos de 39 publicaciones y cuando menos en 9 idiomas. A estas reglas de sentido común se les nombró “el Decálogo del Diálogo” por razones nemotécnicas y pedagógicas. Cuando menos los judíos, cristianos y musulmanes reconocerán y fácilmente recordarán la palabra “Decálogo,” “los Diez Mandamientos,” y además la aliteración de D...D también ayuda a la memoria.

Un diálogo es una conversación sobre algún tema entre dos o más personas que tienen puntos de vista diferentes, cuyo propósito es que cada participante aprenda del otro o de los otros/as para que todos puedan cambiar y crecer. Esta definición de lo que es un diálogo sintetiza el primer mandamiento del diálogo.

En el pasado, en lo tocante al tema religioso-ideológico, nos reuníamos para discutir con aquellos cuyo pensamiento era diferente del nuestro, por ejemplo, católicos con protestantes, ya fuera para derrotar a un contrincante o para aprender más acerca de un oponente para establecer una mejor relación con él o ella, o en el mejor de los casos, para negociar con él o ella. Si nos enfrentábamos de algún modo, era una confrontación, algunas veces más abiertamente polémica, otras veces más sutil, pero siempre con la meta de derrotar al otro, porque estábamos seguro/as de que solamente nosotros teníamos toda la verdad.

Pero dialogar no es discutir. Al dialogar, cada participante debe escuchar al otro tan abierta y amablemente como pueda, con el propósito de entender su posición con precisión, y podríamos decir que desde tan adentro como sea posible. Una actitud tal automáticamente asume que en cualquier momento el planteamiento del otro participante podría ser tan persuasivo, que si fuéramos a actuar con integridad, tendríamos que cambiar nuestra postura, y el cambio puede causar malestar.

Desde luego que aquí nos estamos refiriendo a una forma específica de diálogo, un diálogo interreligioso e interideológico. Para entrar en un diálogo así, no es suficiente que los participantes discutan un tema religioso/ideológico, como “el significado final de la vida y cómo vivir en consecuencia.” Más bien se trata de que sean personas que se identifiquen de manera importante con una comunidad religiosa o ideológica. Si yo no fuera ni cristiano ni marxista, por ejemplo, no podría participar en un diálogo cristiano-marxista, aunque sí podría asistir en calidad de oyente, pedir información y quizá contribuir algún comentario útil.

Es obvio que el diálogo interreligioso e interideológico es algo nuevo bajo el sol. No podíamos concebirlo, mucho menos llevarlo a cabo, en el pasado. ¿Cómo podemos ahora tomar parte en algo tan novedoso? Las que siguen son unas reglas básicas o “mandamientos” que necesitamos obedecer para llevar a cabo un diálogo interreligioso, interideológico. Estas reglas no son teóricas, ni mandamientos que vienen “de lo alto,” se derivan de nuestra experiencia.

PRIMER MANDAMIENTO: El propósito primordial del diálogo es aprender, o sea, cambiar y crecer en nuestra percepción y entendimiento de la realidad, y después actuar en consecuencia. Cuando menos, el mero hecho que ahora sé que mi compañero de diálogo cree “esto” y no “aquello”, cambia mi actitud hacia ella en forma proporcional; y un cambio en mi actitud se traduce en un cambio en mí. Nosotros aceptamos dialogar para poder aprender, cambiar y crecer, no para poder cambiar al otro a fuerza, como pensaríamos hacerlo en un debate; una esperanza que se convierte en realidad en proporción inversa a la frecuencia y ferocidad con las que nos involucremos en el debate. Por otro lado, ya que en un diálogo todos los participantes tienen la intención de aprender y cambiar, los compañero/as también en efecto cambian. Por lo tanto, el fin de un debate, y mucho más, se consigue más efectivamente por medio del diálogo.

SEGUNDO MANDAMIENTO: El diálogo interreligioso, interideológico debe tener dos frentes, dentro de cada comunidad religiosa o ideológica y entre las comunidades religiosas o ideológicas. Dada la naturaleza “comunal” del diálogo interreligioso, y ya que la meta prioritaria del diálogo es que cada participante aprenda y cambie, también es necesario que cada participante dialogue no solamente con su compañero cuya fe es diferente –el luterano con el anglicano, por ejemplo– sino también con sus correligionarios, con los luteranos como él/ella, para compartirles los frutos del diálogo interreligioso. Será solamente así que toda la comunidad a largo plazo aprenderá y cambiará, avanzando hacia una percepción más profunda de la realidad.

TERCER MANDAMIENTO: Todos los participantes deben abordar al diálogo con una actitud de completa honestidad y sinceridad. Se debe aclarar hacia donde se dirigen tanto los mayores como los menores movimientos de la tradición, hacia donde se dirigirán a futuro, y si fuera necesario, dónde es que el/la participante encuentra dificultades con su propia tradición. En el diálogo no hay lugar para frentes falsos.

Así mismo, todos los participantes deben asumir que sus compañeros entran al diálogo con una actitud de completa honestidad y sinceridad hacia ellos. El diálogo requiere la sinceridad y su ausencia haría imposible su existencia, y lo mismo pasaría si no pudiera darse por hecho la sinceridad del compañero/a. En pocas palabras, sin confianza, no hay diálogo.

CUARTO MANDAMIENTO: En el diálogo interreligioso, interideológico no debemos comparar nuestros ideales con los de nuestro/a compañero/a, ni nuestra práxis con la suya; por ejemplo, comparar la antigua práctica Hindú de quemar vivas a las viudas (suttee) con la antigua práctica cristiana de quemar a las brujas y los autos de fe.

QUINTO MANDAMIENTO: Cada participante se debe definir. Por ejemplo, solamente un judío puede definir qué significa ser judío. Los demás solamente pueden describirlo desde afuera. Además, como el diálogo es un medio dinámico, conforme los participantes aprenden, cambian y por lo tanto constantemente profundizan, amplían y modifican su autodefinición como judío/a, deben tener cuidado de mantenerse en diálogo constante con los otros judíos. Por lo tanto es imprescindible que cada participante defina qué significa para él/ella ser un miembro auténtico de su propia tradición.

A la inversa, la persona interpretada debe poder reconocerse en la interpretación. Esta es la regla de oro de la hermenéutica interreligiosa, como lo ha reiterado una y otra vez el “apóstol del diálogo interreligioso,” Raimundo Panikkar. Para asegurar que se entiende, todos los participantes en el diálogo tratarán naturalmente de formular para sí lo que piensan es el significado de la declaración de su compañero/a; el compañero/a debe poder reconocerse en esa declaración. Wilfred Cantwell Smith, proponente de “una teología mundial,” añadiría que la declaración también debe poder ser verificada por observadores externos con conciencia crítica.

SEXTO MANDAMIENTO: Todos los participantes deben desechar suposiciones rígidas de cuáles son los puntos de desacuerdo. Por el contrario, cada compañero debe escuchar a sus compañeros con apertura y simpatía, pero al mismo tiempo tratando de estar de acuerdo con él o ella tanto como lo permita el mantenimiento de sus tradiciones con integridad. Cuando ya no pueda por ningún motivo estar de acuerdo sin violar su propia integridad, ha encontrado precisamente el punto de desacuerdo, el cual generalmente es diferente del punto de desacuerdo que se había asumido erróneamente con anticipación.

SÉPTIMO MANDAMIENTO: El diálogo solamente puede darse entre iguales cuando todas las partes llegan con el ánimo de aprender, o “par cum pari” según leemos en los documentos del Segundo Concilio Vaticano (1962-65). Todos deben venir con el ánimo de aprender del otro. Por lo tanto, si por ejemplo para el musulmán el hinduismo es inferior, o si el hindú considera que el Islam es inferior, no habrá diálogo. Si se ha de dar un auténtico diálogo interreligioso e interideológico entre musulmanes e hindúes, tanto los musulmanes como los hindúes deben estar dispuestos a aprender del otro; solamente bajo estas circunstancias se encontrarán igual con igual, par cum pari. Esta regla también indica que no puede existir un diálogo en un solo sentido. Por ejemplo, las discusiones judeo-cristianas que empezaron en 1960 fueron en general solamente un prólogo al diálogo interreligioso. Se entendía y así era que los judíos acudieron a estos intercambios solamente para enseñar a los cristianos, aunque los cristianos vinieron en gran parte a aprender. Pero, si se va a dar un auténtico diálogo interreligioso entre judíos y cristianos, entonces los judíos deben también acercarse principalmente para aprender; solamente entonces también se dará par cum pari.

OCTAVO MANDAMIENTO: El diálogo solamente puede darse cuando las partes se tienen completa confianza: tóquense primero aquellos temas que probablemente tengan más en común, estableciendo así una base de confianza mutua. Aunque el diálogo interreligioso e interideológico debe darse acompañado de una dimensión “comunal,” o sea, que los participantes intervengan como miembros de una comunidad religiosa o ideológica –por ejemplo marxistas o taoístas– también es fundamentalmente cierto que el diálogo se da entre personas. Por lo tanto solamente se puede construir sobre una base de confianza personal. Por eso es sabio no tratar de resolver los problemas más difíciles al empezar sino acercarse a aquellos temas que probablemente presenten una base común estableciendo así una base de confianza humana. Después, gradualmente, conforme esta confianza personal se profundice y crezca, los temas más espinosos se pueden discutir. Por lo tanto, como con el conocimiento nos movemos de lo conocido a lo desconocido, así también en lo que es el diálogo podemos proceder de temas que todos aceptan –los cuales, dada nuestra ignorancia mutua que se deriva de siglos de hostilidad, nos va a tomar algún tiempo descubrir en su totalidad– a discutir temas sobre los que no hay acuerdo.

NOVENO MANDAMIENTO: Las personas que pretendan entrar en un diálogo interreligioso e interideológico, deben tener un mínimo de sentido autocrítico tanto de sí como de sus propias tradiciones religiosas y/o ideológicas. La falta del sentido autocrítico supone que nuestra tradición ya cuenta con todas las respuestas correctas. Una actitud tal hace innecesario el diálogo, si no imposible, ya que entramos en un diálogo en primer lugar para aprender –lo cual es obviamente imposible si nuestra tradición nunca ha dado un paso en falso, si tiene todas las respuestas correctas–. Desde luego, en el diálogo interreligioso, interideológico debemos situarnos dentro de una tradición religiosa o ideológica con integridad y convicción, pero esta integridad y convicción debe incluir y no excluir una sana autocrítica. Sin ella no puede haber diálogo, ni, por cierto, puede existir la integridad.

DÉCIMO MANDAMIENTO: Todos los participantes deben tratar en algún momento de experimentar la religión o ideología de sus compañeros “desde adentro,” porque una religión o ideología no es solamente algo intelectual “de la cabeza,” sino también del espíritu, del corazón, y de “todo el ser,” individual y comunal. John Dunne habla de “entrar en” la experiencia religiosa o ideológica del otro, y regresar ilustrado, con conocimiento ampliado y sensibilidad más profunda (cf. John S. Dunne, The Way of All the Earth (New York: Macmillan, 1972). Al tiempo que retenemos nuestra propia integridad religiosa, necesitamos encontrar maneras de experimentar también el poder emocional y espiritual de los símbolos y expresiones culturales de la religión/ideología de nuestros compañeros, y regresar a lo nuestro enriquecidos y con un criterio más amplio, habiendo experimentado cuando menos un poco del lado afectivo de su religión o ideología.

El diálogo interreligioso, interideológico se da en cuatro áreas: los “diálogos de la Cabeza, las Manos, el Corazón y lo Sagrado”: la práctica (Diálogo de las Manos), donde colaboramos para ayudar a la humanidad; la estético/espiritual (Diálogo del Corazón) donde tratamos de experimentar las expresiones de belleza de nuestros compañeros y su religión o ideología “desde adentro”; la cognitiva (Diálogo de la Cabeza), donde buscamos el entendimiento y la verdad, y la cuarta, el área de la integración (Diálogo de lo Sagrado).

El diálogo interreligioso/interideológico tiene tres fases importantes (sus más detalladas Siete Fases se pueden encontrar en www.dialogueinstitute.org/dialogue-resources). En la primera fase desaprendemos desinformación de unos y otros y empezamos a conocernos cómo en verdad somos. En la segunda fase empezamos a discernir valores en la tradición de los compañero/as y deseamos integrarlos a nuestra tradición. Por ejemplo, en el diálogo budista-cristiano, los cristianos podrían aprender a tener un mayor aprecio por la tradición de meditación, y los budistas podrían adquirir un mayor aprecio por la tradición profética y de justicia social –ambos valores tradicionalmente fuertes, aunque no exclusivamente, asociados con la comunidad del otro–. Si tomamos en serio el diálogo y somos lo suficientemente persistentes y sensibles, quizá podamos avanzar a la tercera fase. Aquí podemos juntos empezar a explorar nuevas realidades del significado y de la verdad que no conocíamos antes. Nos encontramos cara a cara con esta dimensión de la realidad antes desconocida solamente como resultado de preguntas, intuiciones, sondeos que emanan del diálogo. Por lo tanto podemos atrevernos a decir que el diáogo pacientemente ejercitado puede convertirse en un instrumento de nueva “revelación,” una “develación” más de la realidad, conocimiento que debemos tomar en cuenta en nuestra acción posterior.

Hay una diferencia radical entre la primera fase y las dos siguientes. En las segundas no solamente añadimos cualitativamente otra “verdad” o valor emanado de la tradición de nuestros compañeros, sino que al tiempo que lo asimilamos dentro de nuestro entendimiento religioso/ideológico, proporcionalmente transformará nuestro propio entender. Ya que nuestro compañero/a de diálogo se encuentra en una posición semejante podremos dar testimonio auténtico de esos elementos de valor profundo en nuestra tradición que la tradición de nuestro/a compañero/a bien puede asimilar con el consecuente beneficio de su propia transformación. Desde luego que todo esto se deberá hacer con completa integridad de las partes, siendo cada participante auténticamente fiel a la esencia de su propia tradición religiosa/ideológica. Sin embargo, esa esencia se percibirá de forma diferente bajo la influencia del diálogo; pero si el diálogo se lleva a cabo con integridad y apertura, el resultado será que, por ejemplo, el judío será más auténticamente judío y el cristiano aún más auténticamente cristiano, no a pesar del hecho de que el judaísmo y/o el cristianismo han encontrado y adaptado algo de valor profundo en la otra tradición, pero como resultado de ello. No se trata de un sincretismo, ya que en su sentido peyorativo sincretismo se refiere a la amalgama de varios elementos de diferentes religiones creando algún todo confuso sin preocuparse por la integridad de las religiones involucradas, lo cual no es el caso con el diálogo auténtico.