Valoración de la riqueza que reside en la diversidad
Valorar la diversidad es reconocer la riqueza que hay en el otro y en la suma de lo diferente. “Celebrar la diferencia”, como dice Sergio Bergman en su libro.
Un buen ejemplo es valorar la biodiversidad de los ecosistemas, como la selva, que sobrevive gracias a la cantidad infinita e interminable de actores del reino animal y vegetal que se relacionan entre sí para alcanzar la supervivencia desde el conjunto. A medida que desaparecen actores (especies), el ecosistema se va debilitando hasta que muere. Ejemplos vinculados con esta problemática los encontramos a lo largo y ancho de todo el planeta y muy especialmente en regiones como el Amazonas.
En el plano de lo social también hay que reconocer y valorar la diversidad.
El hecho de que existan otras personas, con miradas y opiniones diferentes de las de uno, significa una enorme oportunidad para intentar construir una verdad entre todos (Jung nos ilustra muy bien sobre este tema cuando nos habla acerca de las diferencias entre los tipos psicológicos).
“Las cosas no las vemos como son, las vemos como somos”, reza el Talmud. Solo de esta forma, aprendiendo a incorporar las diferencias en la búsqueda de alcanzar la unidad en diversidad para no convertirnos en un colectivo anárquico, es que lograremos la cohesión y los consensos necesarios para encontrar la solución a los problemas y desafíos que nos plantea este nuevo milenio.
La valoración de la diversidad está íntimamente ligada con el respeto por la singularidad. Desde el punto de vista biológico, psicológico, social y cultural, los seres humanos diferimos unos de otros. Cada uno constituimos una radical individualidad al lado de otras tan singulares como la nuestra. La particular dotación con la que venimos al mundo, nuestro temperamento, el uso que hacemos de nuestras cualidades, la singularidad de los contextos por los que transitamos, la peculiar asimilación que hacemos de esos contextos y las iniciativas individuales que tomamos, hacen de cada uno una persona con una biografía y una idiosincrasia singulares. Esta condición objetiva (la singularidad individual) se resalta, además, como un valor importante en las sociedades democráticas modernas, que reconocen los derechos que protegen y proporcionan espacios al individuo: la garantía a la privacidad, el libre pensamiento, así como la libertad de expresión, de creación y ejercicio de la crítica.
Desde la existencia de las singularidades personales, funcionamos en la vida social, en la familia, en la escuela y en cualquier ámbito de la vida, expresando nuestra particular idiosincrasia y también haciendo continuas renuncias a nuestra individualidad. Separamos esferas en las que es posible ejercer lo privado-individual y lo compartido; otras veces renunciamos a ejercer nuestras singularidades o, simplemente, nos enfrentamos de manera civilizada con aquello que nos limita y con lo que no se acomoda a nuestro modo de ser. A la consideración de toda esa complejidad interindividual e intergrupal, podemos añadir la que existe en el plano de cada individuo.
Somos únicos porque somos “variados” internamente, porque somos una combinación irrepetible de condiciones y cualidades diversas que no son estáticas, lo que nos hace también diversos respecto de nosotros mismos a lo largo del tiempo y según las circunstancias cambiantes que nos afectan. En las condiciones sociales y culturales de la posmodernidad, esa complejidad e inestabilidad de cada persona se acentúa considerablemente ante la variedad de relaciones que establecemos en contextos mudables. Por lo tanto, la valoración de la diversidad implica tomar en cuenta las singularidades, sin anularlas, sin borrar y opacar las diferencias, ya que el riesgo que se corre es el de empobrecer las diversas configuraciones simbólicas que expresan las diferentes posibilidades de ser y estar en el mundo.
Abrazar la propia singularidad es una enorme oportunidad para descubrir nuestra originalidad y alinear nuestros múltiples intereses con nuestra vocación, nuestro propósito y nuestro llamado, comprendiendo al mismo tiempo la importancia de la complementariedad, que está íntimamente relacionada con el vector cooperación, y alude al hecho de que los diversos roles deben ser complementarios entre sí para que los miembros de una comunidad puedan cooperar en la realización de una misma tarea.
La diversidad se enriquece y potencia, por lo tanto, gracias al aporte de cada individuo y grupo a la sociedad, respetando, y de hecho promoviendo, las diferencias.
Ética y política de la unidad/ diversidad humana
Según el pensador francés Edgar Morin, “A la tarea teórico-científica de reconocer conjuntamente la unidad y la diversidad del hombre corresponde, en el plano de la normativa ético-política, una doble misión: realizar en el mismo movimiento la unidad y la diversidad de la humanidad”.
Tras el surgimiento del homo sapiens, a partir de un tronco común, se fue produciendo una “diáspora” y un proceso de diferenciaciones y enfrentamientos culturales a través de los cuales la unidad del hombre se fue perdiendo. Las diferencias y diversidades surgidas han ocultado la común identidad bioantropológica; se le niega al otro, al extranjero, al enemigo, la condición de ser humano. Las diferencias se tornan en fuentes de incomprensión y de conflictos; las sociedades “se perciben como especies rivales y se matan entre sí”. “De ahí la primordial necesidad de dejar de ocultar, revelar, en y por la propia diversidad, la unidad de la especie, la identidad humana, los universales antropológicos”.
Ahora bien, hoy en día se está produciendo, ciertamente no sin deficiencias (rebrotes nacionalistas y racistas, por ejemplo) ni peligros (homogeneización cultural), una “unidad histórica” del género humano. Se está configurando “un tejido comunicacional, civilizacional, cultural, económico, tecnológico, intelectual, ideológico”, que puede posibilitar, si se avanza en la dirección correcta, que la especie humana consiga constituirse como “humanidad”. Además de mediante el proceso de globalización, a nivel individual la constitución de la humanidad debe pasar por que seamos capaces de reconocer en el prójimo, en los otros, un ego-alter que potencialmente es un alter-ego. De este modo, cuando se consiga la realización de la humanidad, cuando la prosecución consciente de la hominización culmine en la creación de la humanidad, la naturaleza ternaria (individuo/sociedad/especie) que, según Morin, constituye el sistema homo, se tornará “tetralógica”: individuo/especie/sociedad/ humanidad.
Por tanto: “Se trata de convertir la especie en una humanidad, el planeta en una casa común para la diversidad humana”. De este modo: “La sociedad/comunidad planetaria sería la propia realización de la unidad/diversidad humana”.
Realizar la diversidad
La unidad y la humanidad a la que se aspira no deben consistir en una uniformización y homogeneización destructoras y fagocitadoras de las diversidades y de las diferencias culturales e individuales, sino que ha de ser capaz de acoger en su seno las diversidades y singularidades. La sociedad universal debe basarse en la diversidad y no en la homogeneidad. “Dicho de otro modo, la nueva civilización no podrá fundarse sobre la imagen hegemónica del hombre blanco, adulto, occidental; por el contrario, debe revelar y despertar el fermento civilizacional femenino, juvenil, senil, multiétnico, multicultural. La nueva sociedad no podría ser fundada sobre la dominación homogeneizante de un imperio. Se trata verdaderamente de una nueva forma de sociedad fundada sobre el genio de la diferencia y no sobre la carencia de genio de la fuerza. El universo de la diferencia sólo puede abrirse lateralmente, en la proliferación de los posibles, y no verticalmente, en la jerarquía rígida” (Morin, 1974).
Es necesario conservar las diversidades culturales, degradadas y amenazadas por procesos de uniformización y destrucción, y hay que favorecer y potenciar los procesos de descentralización, rediversificación, antihomogeneización y autonomía. Ahora bien, matiza Morin, procurando siempre que, a la vez, las identidades se integren en marcos asociativos.
Las culturas arcaicas y tradicionales deben, ciertamente, beneficiarse de las ventajas de nuestra civilización, pero también hay que respetarlas y ayudarlas a conservar sus habilidades, costumbres y modos de vida. La visión occidentalocéntrica, que considera como retrasados a los seres de las sociedades arcaicas y tradicionales y que sólo advierte en ellas ignorancias, ideas falsas, modos de vida primitivistas y supersticiones, ha de ser superada y sustituida por una percepción más abierta, capaz de descubrir la sabiduría, valores éticos y habilidades que realmente hay en esas culturas. Ahora bien, las costumbres, tabúes y dogmas religiosos contrarios a los derechos humanos deben ser superados.
El reconocimiento de otras culturas no significa, ni debe suponer, caer en su idealización. Maruyama ha advertido que cada cultura tiene algo de disfuncional (defecto de funcionalidad), de antifuncional (funcionamiento en una mala dirección), de subfuncional (efectuando una prestación al más bajo nivel) y de toxifuncional (creando daños con su funcionamiento). Hay que respetar las culturas, pero hay que tener también en cuenta sus imperfecciones y cómo, al igual que en la nuestra, también en las otras culturas existen supersticiones, ficciones, saberes acumulados y no criticados, estructuras de poder, costumbres vejatorias y opresivas. El respeto a las otras culturas no debe ser un respeto ciego sino crítico.
Concluye Morin: “Henos aquí con un doble imperativo, que efectivamente lleva consigo contradicciones, pero que sólo en la contradicción puede resultar fecundo y afirmarse: ¡en todas partes preservar, extender, cultivar, desarrollar la unidad; ¡en todas partes preservar, extender, cultivar y desarrollar la diferencia!”.